Diego llevaba días sin dormir bien. No porque no pudiera, sino porque cada vez que cerraba los ojos, las imágenes se mezclaban con voces que no estaban ahí.
Se quedaba sentado en la penumbra, en ese pequeño departamento que olía a encierro y cigarro viejo, mirando la pared como si pudiera ver a través de ella. En su mente, la veía a ella: Kira. No como era en realidad, sino como él había decidido que debía ser. Una versión moldeada a su medida, más dócil, más agradecida, más… suya.
Esa mañana, después de dar varias vueltas por la ciudad sin rumbo, había terminado estacionando el auto a dos calles de la casa de Julian Blackthorne. No era la primera vez que lo hacía. Llevaba una libreta con anotaciones extrañas: horarios, rutas, descripciones de la ropa que Kira usaba, incluso pequeños dibujos mal hechos de su silueta. Para él no era acoso, era observar. Proteger lo que —en su mente torcida— le pertenecía.
El plan había estado madurando en su cabeza desde la semana anterior. No quería s