La noche había caído con un aire pesado, de esos que parecen anunciar tormenta aunque el cielo esté despejado.
Diego estacionó el auto a dos calles de la residencia, igual que las veces anteriores, pero esta vez con una diferencia: llevaba guantes en el bolsillo de su chaqueta y una bolsa negra doblada en el asiento del copiloto. El estómago le rugía, no de hambre, sino de ansiedad.
Había repasado su plan tantas veces que casi podía hacerlo con los ojos cerrados. Sabía que a esa hora Julian solía estar en su estudio, que la luz de la recámara se apagaba cerca de las once, que Kira —su Kira, aunque la realidad no lo sostuviera— a veces salía al balcón a ver el cielo antes de dormir. Lo había visto todo. Lo había anotado todo.