El silencio tras sus palabras era denso. Casi sagrado. Kira no decía nada, porque sabía que no había nada que pudiera decir que aliviara eso de inmediato. Así que solo lo miraba… lo sostenía con los ojos, con su tacto, con su corazón entero abierto de par en par.
Y entonces Julian rompió el silencio.
Un gemido ahogado le salió desde lo más hondo del pecho. No fue un llanto silencioso, ni un sollozo contenido. Fue un colapso visceral. Uno que no tenía control ni vergüenza, solo necesidad. Como si su alma se hubiese agrietado de golpe y todos los años de silencio, de miedo, de vergüenza y de odio propio hubiesen comenzado a desbordarse como lava hirviendo desde su interior.
—No… no sabes… —murmuró entre lágrimas—. No sabes lo solo que estaba, Kira.
Ella lo sostuvo más fuerte.
—No sabes... lo que era despertarme cada día sintiendo que lo mejor que podía pasar era que no me vieran… porque si me veían, dolía más. Me miraban como si apestara. Como si diera asco. Mi padre me decía que era me