El día había transcurrido con una calma engañosa. Afuera, el cielo se tiñó de ese gris apagado que precede a la lluvia, y la casa, con sus cortinas recogidas y las lámparas encendidas desde temprano, parecía un refugio cálido, ajeno a cualquier tormenta. Kira había pasado la tarde pintando pequeños bocetos —dibujos sencillos, más para distraerse que para terminar una obra— mientras Julian revisaba unos correos en el despacho. Luka y Sol habían salido a comprar helado, convencidos de que un antojo suyo debía cumplirse aunque el clima no acompañara.
Por un momento, Kira sintió que el mundo se había normalizado, que la palabra “hospital” ya no dominaba sus días y que los fantasmas de Vanessa y Marcus habían que