El aire estaba cargado de silencio. Julian no podía moverse. Las palabras de Kira seguían suspendidas en el ambiente como un eco sagrado.
Pero en lugar de reconfortarlo, le perforaron el pecho como cuchillas. Sus ojos, aún húmedos, se clavaron en los de ella. Y el pánico regresó.
—No deberías estar aquí —murmuró, retrocediendo un paso.
Kira no se movió. No bajó la mirada. Estaba ahí, firme, como una roca enfrentando una tormenta.
—Déjame —susurró él. Pero su voz temblaba. No era una orden, era un ruego.
Kira dio un paso hacia él.
—No quiero que me mires. No quiero que me toques. ¡Vete! —explotó, su voz quebrándose al final.
Ella extendió la mano, lenta, suave, sin presionarlo.
Pero ese gesto bastó para que todo se derrumbara dentro de Julian.
En un instante, fue transportado a un pasado que aún dolía. A los siete años, cuando su madre lo abrazó en su cumpleaños con una mueca de asco. A las palabras frías de su padre: "Eres una vergüenza. Un Blackthorne no muestra debilidad, y tú eres