Rocco se encuentra de pie, frente al gran ventanal de su estudio. El cielo, de un gris acerado, cuelga bajo sobre el mar Tirreno. La línea del horizonte ha desaparecido, fundida con la masa de nubes que se acumulan pesadamente desde el oeste. Un viento cálido, pero errático, agita las ramas de los pinos marítimos y arrastra el aroma salobre del agua mezclado con la fragancia penetrante del romero que crece entre las grietas de los acantilados.
Rocco con una taza de doble expreso en sus manos y con la vista fija en las tranquilas gotas de fina llovizna que con delicadeza se estrellan contra el mar, todavía en calma, reflexiona sobre lo que Caterina susurró antes de quedarse dormida y espera a Salvatore y Giovanni con la mente y el alma agitada, como la lluvia, como el clima.
Alguien toca a la puerta y Rocco se vuelve para ver a Salvatore vestido de negro, acorde al clima y a su estado de ánimo.
— ¿Has dormido? — Salvatore lo conoce y, por la palidez de su rostro