KELYRA
El castillo no era una construcción. Era un eco. Un lamento petrificado. Un grito que alguien, alguna vez, encerró dentro de paredes demasiado viejas como para seguir sosteniéndose por voluntad propia. Pero lo hacía. Se mantenía en pie como si el odio fuera cemento. Como si la memoria de lo que había sucedido entre esos muros fuera suficiente para evitar que colapsara.
Yo no caminaba por sus pasillos, era devorada por ellos.
Las paredes respiraban. No de forma literal, claro. Pero había una pulsación constante, como si el castillo tuviera un corazón. Uno enfermo, retorcido, latiendo entre las piedras frías y los vitrales rotos. Cada vez que me detenía, podía escuchar un murmullo. No eran voces humanas. Eran recuerdos. Fragmentos de dolor enquistados en los cimientos.
La escalera principal era una herida abierta. Los peldaños estaban gastados por pies que ya no existían. Las columnas estaban cubiertas de grietas que parecían grietas en un alma vieja. Y los ventanales... oh, los ventanales. Tan altos como los sueños que nunca se cumplieron, y tan frágiles como las promesas que murieron dentro de este lugar.
Una sombra me guiaba. No sabía si era real o si yo misma la proyectaba. Pero era constante. Cada vez que doblaba una esquina, ella ya estaba ahí, deslizándose por las paredes con la delicadeza de un recuerdo olvidado.
Llegué a un corredor cubierto de retratos. Pero no eran pinturas. Eran rostros tallados directamente en la piedra. Cientos de mujeres. Algunas bellas, otras rotas. Todas con los ojos borrados. Como si el castillo se hubiese tragado sus miradas para que no pudieran acusarlo. Y entre ellas, una. Tenía mis facciones. Mis labios. Pero sin mis gafas. Sin mi miedo.
Sentí náuseas. Como si algo en mi pasado estuviera chocando contra la versión de mí que yo creía real. Y por un instante... quise correr. Pero no podía. Porque el castillo no te deja correr. Te seduce. Te atrapa. Te obliga a recordar.
Entré en una sala cubierta de vidrio. Un invernadero muerto. No había sol. No había aire fresco. Pero había vida. Rosas negras, de tallos retorcidos, crecían en la oscuridad como criaturas hambrientas. Algunas parecían respirar. Otras me observaban con un odio callado. Me acerqué a una de ellas y, sin pensarlo, extendí la mano.
El dolor fue inmediato. Las espinas se clavaron en mi piel con la violencia de una verdad negada durante siglos. Sangré. Y el castillo... suspiró. Literalmente. Un suspiro largo, húmedo, como si hubiese estado conteniendo la respiración desde que crucé el umbral.
Entonces, él habló.
—Este lugar te conoce, Kelyra.
Lucien. Su voz no era un sonido. Era un latido dentro de mi pecho. Me giré, y allí estaba. Como una maldición con forma de hombre. Vestido de negro, de pies a cabeza. El cabello blanco cayéndole como un presagio sobre los hombros. Su rostro... tan hermoso como trágico. Sus ojos eran dos lunas enfermas.
—Éste fue mi hogar antes de que me convirtiera en lo que soy. Y fue el tuyo antes de que olvidaras lo que eras.
No sabía qué responder. Mi garganta era un nudo de preguntas que no podían escapar. Caminó hacia mí, despacio. Con ese andar que no era caminar, era flotar sobre las ruinas de todo lo que una vez fue sagrado.
—Las mujeres en los muros... ¿Qué son? ¿Qué fueron para ti?
—Prometidas. Amantes. Prisioneras —susurró Lucien, con la voz áspera, cargada de un peso que venía de siglos—. Todas las versiones posibles del amor. Ninguna fuiste tú. Hasta ahora.
Sus ojos ardían. No solo con deseo. Con algo más oscuro, más profundo. Como si en mí hubiese encontrado algo que llevaba eternidades buscando… y que temía perder otra vez.
—¿Y si me niego a ser otra en la lista? —dije, alzando la barbilla, aunque la voz me temblaba. Aunque el corazón me latía como si ya supiera que él era mi final.
Lucien no respondió enseguida. Se acercó. Despacio. Como si temiera que un solo paso en falso pudiera romper lo que apenas comenzaba a renacer entre nosotros. Su mano no me tocó, pero su presencia me rozó la piel como una quemadura invisible.
—No quiero que seas otra, Kelyra —murmuró con una intensidad tan feroz que me faltó el aliento—. Quiero que seas la última. La que no muere. La que se queda. La que elijo incluso cuando el cielo me condena por ello.
Me temblaron las manos. No por miedo. Sino por lo que su voz me hizo sentir. Era como si el alma me vibrara con su dolor, como si un eco antiguo me susurrara que yo también lo había amado, que también lo había perdido… una y otra vez.
Quise gritar. Llorar. Besarlo hasta arrancarme el juicio. Quise empujarlo contra las sombras y perderme en él. O huir. Huir como si aún tuviera esa opción.
Pero solo pude decir:
—Este castillo está maldito.
Él se detuvo frente a mí. Su mano subió, hasta detenerse apenas a un suspiro de mi mejilla.
—No más maldito que yo —dijo con voz rota—. Y sin embargo… aún así me miras como si pudiera ser salvado.
Nuestros rostros estaban tan cerca que el aire entre nosotros era fuego.
—Tal vez… —susurré— solo estoy tratando de salvarme a mí misma.
Lucien sonrió, apenas. Con tristeza. Con ternura. Y con un deseo contenido que amenazaba con devorarnos a ambos.
—Entonces deja que arda contigo —dijo, y sus labios casi rozaron los míos—. Si este es el infierno que nos toca vivir, déjame quemarme contigo.
Y en ese instante, su cercanía se volvió insoportable. Mi cuerpo entero gritaba por él… y por mi libertad. Por ambos. Por todo.
Pero no lo besé. No aún. Porque sabía que si lo hacía, ya no habría vuelta atrás. Y, tal vez, tampoco quería volver.
Una rosa cayó del techo. Se partió en el suelo como si fuese de cristal. Sangró. Literalmente. Y el castillo volvió a suspirar. Y supe, en lo más profundo de mi alma, que ese lugar estaba vivo. Y que me amaba. O me odiaba. O ambas cosas.
Lucien me tomó la mano. Sus dedos eran fríos, pero no duros. Era el tipo de frialdad que te calma y te paraliza al mismo tiempo.
—Escúchalo. Este lugar te hablará. Ya empezó a hacerlo. Y entre susurros... descubrirás la verdad.
—¿Qué verdad?
Sus ojos se oscurecieron aún más. Como si dentro de él no hubiera un demonio, sino un niño roto. Como si me viera, por un segundo, no como su destino, sino como su perdición.
—La de lo que fui. La de lo que eres. La de lo que podríamos ser. Si el castillo... nos deja vivirlo.
Y entonces me soltó. Y se fue. Y la sala se apagó como si su partida hubiera robado toda la energía.
Yo me quedé sola. Con el eco de las voces en las paredes. Con los suspiros de las rosas. Con la sangre seca en mis dedos. Y la certeza de que el castillo, como Lucien, no me dejaría ir sin reclamar algo a cambio.
Tal vez mi alma. Tal vez mi amor. Tal vez mi voluntad. Pero no lo tendría todo. Aún no.