KELYRA
No dormí. Otra vez. Pero esta vez no fue por miedo… sino por algo más oscuro. Algo más antiguo.
Las paredes de cristal parecían latir con un pulso que no pertenecía a este mundo. Como si aquella torre —alta, gélida, atrapada en la frontera entre los reinos— no fuera solo una prisión, sino un ser vivo que respiraba conmigo… o contra mí.
El aire estaba cargado de electricidad. Las sombras se movían cuando no miraba. Y el silencio ya no era silencio. Era susurro.
Primero fue una frase. Un eco leve, como el roce de una pluma contra la nuca.
—Despierta…
Me congelé. Volteé en redondo, pero no había nadie. Solo mi reflejo deformado en los cristales oscuros, multiplicado hasta el infinito. Mis ojos brillaban en tonos extraños otra vez: violeta, con vetas doradas. Los ojos de una criatura que aún no sabía lo que era.
Volví a escucharla. Esa voz.
—Despierta, Kelyra. No eres lo que te dijeron.
Tragué saliva. Me abracé a mí misma, como si eso fuera suficiente para detener el temblor. No era una alucinación. No esta vez. Las palabras eran nítidas. Antiguas. Cargadas de una fuerza que hacía vibrar el suelo bajo mis pies.
—¿Quién eres? —susurré. Mi voz tembló. No de miedo. De reconocimiento.
—Somos las que vinieron antes… —dijeron. Ya no era una sola voz. Eran muchas. Voces femeninas, desgarradas, suaves, rotas. Un coro de ecos encerrado entre las paredes de cristal.
—¿Las prometidas?
El silencio me respondió. Un silencio que pesaba más que una afirmación.
—¿Qué quieren de mí?
—Que recuerdes. Que escuches. Que elijas lo que ninguna de nosotras pudo.
Sentí una punzada detrás de los ojos. Como un recuerdo… que no era mío. Un bosque rojo. Una espada rota. Un beso bajo la lluvia negra. Y luego… fuego. Gritos. Un nombre.
Lucien.
La marca en mi muñeca se iluminó sin previo aviso. Y entonces… el cristal habló.
Una de las paredes se volvió líquida, como mercurio derramado, y de ella emergió la figura translúcida de una mujer. O lo que quedaba de ella.
No parecía viva. Pero tampoco muerta. Era hermosa, en un modo terrible. Cabello largo flotando como humo, piel pálida, ojos vacíos. Y en la espalda… la misma marca que ahora yo tenía.
—Él no siempre fue así —dijo con una voz que parecía hecha de viento y recuerdos—. Lucien no nació demonio. Lo hicieron. Lo forzaron a convertirse en lo que es para proteger algo más antiguo que el infierno mismo.
—¿Proteger qué?
—A ti.
El aire se me fue. Literalmente. Me tambaleé hacia atrás, tropezando con la cama, con las paredes, con mi incredulidad.
—¿Yo? ¿Qué sentido tiene eso?
—Eres el origen —respondió la mujer espectral—. Eres la llave de algo que los dioses sellaron. Algo que temen. Por eso él te protege. Por eso él te quiere. Pero también por eso… te reclama. Porque, sin ti, se extingue.
Mi garganta ardía.
—¿Entonces… todo esto? ¿Mi vida? ¿La marca? ¿El fuego dentro de mí?
Ella asintió con una tristeza imposible.
—No eres humana. Eres memoria. Eres llama. Eres el vínculo entre mundos que no debieron tocarse. Y cada vez que naces, el equilibrio se rompe.
Me senté en el suelo. Mis manos temblaban. Las voces me rodeaban ahora. Decían cosas que no podía comprender del todo, nombres antiguos, lenguas muertas. Pero todas repetían una sola advertencia.
—Recuerda antes de amar. El amor sin memoria es una condena.
Quise llorar. No solo por la revelación. Sino porque una parte de mí ya lo sabía. Siempre lo supo.
Lucien me había amado en vidas anteriores. Y en todas, había fallado. En todas, algo nos arrancaba el final feliz de las manos.
¿Y esta vez? ¿Sería diferente?
—¿Qué pasó con ustedes? —pregunté, al borde de un sollozo.
—Murieron —dijo una voz distinta. Más joven. Más cercana. De pronto, frente a mí, apareció otra chica. Esta vez no era etérea. No era un fantasma. Era real. Y tenía mi edad.
Cabello oscuro, piel trigueña, marcas antiguas en los brazos y un vacío tan profundo en los ojos que dolía mirarla.
—¿Quién eres?
—Fui la última antes de ti —dijo con voz hueca—. La que creyó que podía cambiarlo. La que pensó que el amor bastaba.
Me helé.
—¿Y no lo fue?
Ella me miró con una mezcla de compasión y advertencia.
—Lucien es capaz de amar. De formas que ningún ser vivo comprendería. Pero su amor quema. Consume. Y si tú no estás completa… te arrastra con él.
—¿Completa?
—Con tu memoria. Con tu fuego. Con tu alma intacta. Si lo amas sin recordarte… te romperás.
Volví a ver mi reflejo en los cristales. Y por primera vez… no reconocí a la chica que me miraba. Ya no era la misma que llegó a Abadon Hills con unas gafas gigantes, la mochila colgando del hombro y un corazón lleno de preguntas que nadie nunca se tomó el tiempo de responder.
Ahora… era algo más. Algo roto. Algo encendido. Algo antiguo. Tenía fuego en los ojos, sombra en las venas… y una marca en la piel que no me dejaba olvidarlo.
—¿Qué… qué hago ahora? —pregunté, con la voz apenas sostenida por el temblor.
La chica me miró. No sonrió. No parpadeó. Solo se acercó y apoyó una mano sobre mi hombro. Y su tacto… dolió. No en la carne. En lo más profundo. Como si estuviera tocando directamente mi historia. O mi destino.
—Sobrevive —susurró.
Quise que dijera más. Que me diera un plan. Una salida. Una esperanza.
Pero ella me miró con una seriedad que dolía.—¿Eso es todo? ¿Sobrevivir? —insistí, con los ojos llenos de rabia contenida—. ¿No hay otra opción? ¿No puedo pelear, escapar, romper este círculo?
La chica bajó la mirada, como si hubiera oído esas mismas preguntas miles de veces antes.
—Puedes intentarlo —dijo—. Pero este juego no se juega con fuerza. Se juega con memoria. Con voluntad. Con verdad. Y, sobre todo… con amor que no se venda. Que no se rinda. Que no se olvide.
Tragué saliva. Me costaba respirar.
—Yo no lo amo —dije, más para mí que para ella.
Ella me sostuvo la mirada, en silencio. Y entonces dijo, con una voz que temblaba como un hilo de cristal a punto de romperse:
—Yo tampoco lo amaba… al principio. Pero hay cosas que no necesitan permiso para florecer dentro de ti.
Sentí un nudo en la garganta.
—¿Y qué te pasó?
Sus ojos, de pronto, parecieron llenarse de niebla. De agua contenida por siglos.
—Me perdí. Entre lo que deseaba… y lo que temía. Entre el fuego que él encendía… y el que no supe apagar a tiempo.
—¿Lucien… te mató?
Ella negó con la cabeza.
—No. Yo me maté por él. Porque olvidé quién era antes de conocerlo.
Porque lo amé más de lo que me amé a mí misma.
Un escalofrío me recorrió la espalda.
—¿Y si yo soy diferente?
Ella alzó una ceja, con una chispa de esperanza.
—Entonces rompe la maldición. No permitas que te devore. No permitas que ese beso se convierta en una jaula. No olvides quién eras… cuando aún no sabías que eras suya.
La habitación pareció inclinarse. El aire se volvió espeso. Y su imagen empezó a desvanecerse.
—¡Espera! —le grité—. ¡Dime tu nombre!
Pero ya no estaba. Solo quedó el eco. Las voces murmurando en las paredes. Y una palabra que no se borraba de mis huesos:
“Recuerda.”
Me quedé de pie, sola, con los puños cerrados y el corazón retumbando en un idioma que aún no sabía traducir.
Lucien vendría otra vez. Con su voz hecha de siglos. Con sus besos que eran conjuro y maldición. Con su sombra tatuada en mi piel y su deseo tatuado en mi sangre.
Y yo…
Yo aún no sabía si debía amarlo. O destruirlo. O si acaso… podía hacer ambas cosas a la vez.