El carruaje avanzaba por el sendero empedrado que conducía al corazón del reino. Tras varios días de viaje, las torres de vigilancia de Umbraeth aún no se avistaban, pero la sensación de estar acercándose a un destino inevitable pesaba en el ambiente. Dentro, los movimientos del vehículo hacían resonar cada tabla y cada crujido de madera, aumentando el nerviosismo de quienes lo ocupaban.
Lyanna se mordía el labio inferior, la mirada fija en la ventanilla. Sus manos no dejaban de entrelazarse sobre su regazo, y aunque intentaba aparentar calma, el temblor en sus dedos la delataba. Cada tanto, alzaba los ojos hacia el caballero sentado frente a ellas. Dorian, con la armadura reluciendo bajo la penumbra y la postura erguida, parecía una muralla viviente. Sus ojos, atentos y severos, no se apartaban ni un instante del camino.
—¿Y si no somos bien recibidas? —se atrevió a preguntar Lyanna con un hilo de voz—. ¿Y si el rey…?
—Silencio, niña —replicó Lady Aveline, aunque no con dureza sino c