El trayecto desde el castillo hasta aquel lugar no fue largo, apenas una hora a caballo. Risa viajaba en silencio, con la mirada fija en el horizonte, mientras los recuerdos de su infancia golpeaban su mente como un eco persistente. Había aceptado la idea de que allí, tras los muros de Umbraeth, se escondía un refugio para híbridos, pero en el fondo de su corazón esperaba encontrar chozas improvisadas, hambre y miedo. Era lo que siempre había conocido. Era lo único que creía posible para los suyos.
Cuando los portones de hierro se abrieron y la carreta avanzó, Risa contuvo la respiración.
Ante sus ojos se desplegó una pequeña ciudad resguardada por los muros de la capital. Calles adoquinadas, casas de piedra con techos firmes, comercios abiertos y niños corriendo entre puestos de frutas y telas. Había talleres de herrería, panaderías humeantes y un mercado que hervía de vida. No era miseria lo que veía, sino comunidad, orden y dignidad.
Los híbridos caminaban erguidos, sin temor. Las