El silencio era sepulcral en los corredores del Castillo de las Sombras. Las antorchas chisporroteaban con un aire fúnebre, como si hasta el fuego sintiera que la vida del rey se apagaba. Frente a las puertas de los aposentos, un grupo de sirvientes, guardias y consejeros aguardaba con rostros sombríos, temiendo lo peor.
De pronto, la puerta se abrió y el médico real salió con la mirada baja, cargando en sus hombros el peso de un destino irreversible. Sus palabras fueron como un cuchillo que desgarró el aire.
—He hecho todo lo posible… pero… el rey no tiene salvación. Morirá en pocas horas.
Un grito ahogado recorrió el pasillo. Algunos guardias bajaron la cabeza, otros se llevaron la mano al pecho. Lady Aveline sollozó entre las manos, y hasta el severo mayordomo enjugó discretamente una lágrima. El reino acababa de quedar huérfano de esperanza.
En ese instante, el eco de pasos apresurados irrumpió en la penumbra. Era Risa, que llegó jadeando, con el rostro encendido por la carrera y