El impacto no fue físico.
No hubo caída, ni golpe, ni oscuridad.
Hubo… desarraigo.
Como si a Thallia le hubieran arrancado el cuerpo y arrojado solo lo que quedaba de ella —mente, memoria, voluntad— dentro de un recipiente hecho de luz fracturada.
La sensación era insoportable, pero no dolorosa.
Era como respirar bajo agua hirviendo, como intentar sostenerse sobre un piso que no existe.
El sello era un lugar.
Y no lo era.
Era un espacio donde las leyes del mundo se deshacían en el aire.
Thallia abrió los ojos —o lo que fuera equivalente a abrirlos allí— y lo primero que vio fueron fragmentos.
Fragmentos de recuerdos que no eran suyos.
Cabellos coronados de oro.
Una espada que ardía sin fuego.
Un trono vacío.
Una mano masculina extendiéndose hacia ella.
Un nombre roto como vidrio: A—
La sílaba se borró antes de completarse, como si el sello la censurara.
Thallia dio un paso —o algo parecido a un paso— y el espacio onduló alrededor de su “forma”.
—¿Hola? —su voz sonó como eco dentro del