La oscuridad no fue un vacío.
Fue un choque.
Como caer dentro de un corazón gigante que no deja de latir, un espacio hecho de pulsos, de vibraciones, de algo tibio y opresivo que se adhería a la piel del alma como membrana viva.
Thallia no veía.
No oía.
No tenía cuerpo.
Pero existía.
Y eso, en ese lugar, ya era un triunfo.
No sabía cuánto tiempo pasó.
Puede haber sido un parpadeo.
Puede haber sido siglos.
La voz del rey —antes un eco fragmentado— regresó como un golpe directo dentro de su mente.
—ESTÁS CONMIGO. NO TE SUELTES.
Ella intentó responder, pero lo único que salió fue un pensamiento distorsionado, como tinta derramada en agua.
No puedo ver… ¿Dónde estamos?
El rey no respondió de inmediato.
El espacio alrededor se deformó. Algo se estiró… algo respiró.
Entonces él habló:
—En la fisura entre el sello y la carne.
Un lugar que no debería existir.
Un lugar donde dos almas no pueden… coexistir.
Thallia sintió una presión brutal rodearla. Como si manos invisibles intentaran aplastar