La primera noche después de la fusión no tuvo luna.
Solo un resplandor tenue que surgía del cuerpo de Risa, suspendida en medio del salón vacío, como si la oscuridad misma la observara.
Su piel ya no pertenecía al mundo de los hombres: era una superficie cambiante, de tonos dorados y cobrizos, cubierta de runas que se formaban y deshacían con cada respiración.
Noctara se mantuvo a distancia.
No por miedo, sino por respeto.
Sabía que cada palabra podía alterar el delicado equilibrio que mantenía el Reino en pie.
Risa abrió los ojos.
El fuego en su interior no quemaba.
Cantaba.
—Noctara —susurró—.
Ya no siento el tiempo. Todo ocurre al mismo instante.
Las guerras, los nacimientos, los olvidos… todos están dentro de mí.
Noctara bajó la cabeza.
—Entonces ya sabes lo que significa ser portadora del equilibrio.
—No —respondió ella, con una sonrisa triste—. Significa ser prisionera del infinito.
Los días pasaron con lentitud engañosa.
El Reino parecía calmo, pero esa calma tenía filo.
Los ár