El castillo no ardía.
Pero todo lo que tocaba la luz parecía tener una temperatura distinta desde la desaparición de Risa.
Los metales brillaban con más lentitud, las telas respiraban como si ocultaran brasas.
Incluso las sombras eran tibias.
Noctara lo notó primero.
El fuego ya no pertenecía al mundo físico: se había convertido en una vibración perpetua, un pulso que recorría las piedras, las raíces, los cuerpos dormidos.
Era ella.
Risa.
El residuo de su voluntad, descompuesto en millones de partículas de memoria.
Durante siete días y siete noches, Noctara no durmió.
Supervisó los templos, los puentes, las torres.
Escuchó los rumores del pueblo que juraba haber visto el rostro de Risa entre las llamas del hogar, o escuchado su risa en el crujir de las brasas.
Al principio lo consideró delirio.
Pero al octavo día, cuando una niña ciega caminó hasta el atrio principal diciendo “la luz me habló con su voz”, supo que algo había cambiado.
El fuego había recordado cómo hablar.
Los monjes d