El silencio que siguió a las palabras de María fue tan espeso que parecía una sustancia viva, un manto oscuro que se extendía desde las paredes hasta las gargantas de los tres. Elías abrió la boca para decir algo, pero nada salió. Nerea sintió como si su estómago se hubiera desplomado dentro de sí misma; sus piernas temblaron tanto que tuvo que apoyarse en el marco de la puerta para no caer.
—Eso… eso no tiene sentido —murmuró al fin, con la voz quebrada—. María… tú estás viva.
María no apartó la mirada.
Era la misma chica de siempre: la sonrisa fácil, las manos inquietas, los pasos ligeros. Pero ahora había algo más… una profundidad inquietante en sus ojos, como si dentro de ellos se movieran sombras antiguas.
—Estoy viva —dijo con calma— porque no terminé de morir.
Elias apretó los dientes.
—No digas esas cosas —escupió—. No sabes lo que estás diciendo.
—Sí lo sé —respondió ella sin alzar la voz—. Y tú también.
Nerea los miró a ambos, incapaz de procesar lo que estaba escuchando.
—¿