El amanecer apenas iluminaba el horizonte cuando dos jinetes avanzaban al galope por los senderos ocultos de las colinas. Eran Kael y Dorian, los más leales y veteranos capitanes de Rhaziel, hombres de temperamento distinto, pero unidos por una misma causa.
Kael, de mirada aguda y voz serena, dirigía la columna con precisión calculada. Su mente era un tablero de estrategia; cada curva del terreno, cada sombra, era una ventaja que pensaba explotar. Dorian, en cambio, ardía de un fuego impetuoso; su risa resonaba incluso en los momentos más sombríos y su espada siempre parecía ansiosa de probarse en combate.
—¿Seguro que el enemigo no espera refuerzos por este flanco? —preguntó Dorian, ajustando la lanza en su montura.
—Tan seguro como de que Rhaziel ya está luchando —respondió Kael, sin apartar la vista del valle—. Si tomamos sus retaguardias por sorpresa, desmoronaremos su línea y les cortaremos toda posibilidad de escapar.
Las tropas bajo su mando, curtidas en antiguas campañas, avan