No sabía cuándo exactamente había dejado de sentir que vivía entre extraños. Tal vez fue cuando aprendí a distinguir los rostros detrás de las miradas salvajes. O cuando dejé de saltar cada vez que escuchaba un aullido en la distancia. O tal vez —solo tal vez— fue cuando empecé a entender lo que significaba pertenecer.
La palabra aún me quemaba en la lengua, como si no terminara de saber si quería pronunciarla o escupirla. Pertenecer. A una manada. A un hombre. A un destino que nunca elegí.
Kael no me obligaba a nada. No tenía que hacerlo. Estaba en todas partes, envolviéndome como una maldita tormenta silenciosa. Su mirada. Su olor. Su voz cuando me decía “ven” y, sin pensarlo, ya estaba yendo.
Y eso me asustaba más que cualquier amenaza allá afuera.
—No puedes seguir saliendo sola, Aurora —dijo, su voz baja, grave, mientras se inclinaba sobre mí con esos ojos dorados llenos de algo demasiado feroz para ser ternura.
Me crucé de brazos. Lo miré como si no me afectara tenerlo tan cerca