—¿Qué le inyecté?
Ian sacudió la mano, deshaciéndose de la aguja con la que había picado a Micah. Le lanzó una última mirada antes de girarse sobre sus talones, dispuesto a exigir más respuestas. Su hermana llegó hasta ellos justo a tiempo para ver cómo el versed* hacía efecto: rápido, eficaz. Su cuñado seguía con vida, pero ahora estaba imposibilitado para defenderse o atacar.
—Un potente somnífero —respondió Ellis, sin apartar la vista del cuerpo inmóvil—, pero tenemos poco tiempo antes de que recupere la consciencia.
Alessandro soltó el aire que parecía haber estado conteniendo desde hacía minutos.
¡Maldita sea, no era un cobarde!
Se acusó en silencio. Había planeado con frialdad lo que haría si descubría que su hermano era realmente un traidor. Iba a concederle el último gesto de humanidad: acabar él mismo con su vida. Porque dejarlo en manos de la organización sería peor. La Cosa Nostra* no perdonaba traiciones. No lo matarían… no al menos de inmediato. Lo destrozarí