—¿AVA? ¿COLIN?... ¡¿QUÉ DEMONIOS?!
La voz de Logan me atraviesa. Mi corazón se encoge y golpea contra las costillas como si quisiera salir.
Está en el umbral, detenido, con la puerta abierta de par en par. Lo veo todo a través de sus ojos: Colín, sin camisa, tirado sobre las sábanas revueltas; mis piernas desperdigadas entre las telas; la mano de Colín en mi muslo, la piel asomando por el encaje. El lápiz labial dibuja marcas en mi cuello como pruebas demasiado claras.
Todo según el plan. Pero verlo en vivo, con esa expresión de traición en Logan… me desmorona por dentro.
Su rostro cambia de incredulidad a horror en una fracción de segundo. Y entonces explota.
Se abalanza como un animal herido. Agarra a Colín del hombro y le suelta un puñetazo que retumba en la habitación.
¡CRAC!
Suenan huesos, o al menos así parece. Colín cae contra la mesita; la lámpara se hace trizas. Logan no se detiene: golpea otra vez, esta vez en el costado.
—¡¿Cómo pudiste?! —grita, con la voz rota—. ¡Eras mi amigo! ¡Creí que éramos como hermanos!
—¡Logan, basta! —me lanzo entre los dos, empujándolo con todas las fuerzas que me quedan—. ¡Aléjate de él!
Lo miro a los ojos. Está hecho una tormenta. Entre sollozos, su voz se quiebra:
—¿Lo defiendes? —me escupe—. ¿Después de todo lo que me hicieron? ¿Cuánto tiempo? ¿Días? ¿Semanas? —se detiene un momento antes de añadir. —Meses.
Mi garganta se cierra. Si no miento ahora, Derek termina en la cárcel. Si no digo eso, todo lo que salvé se viene abajo.
Hago lo que prometimos: dejo que la mentira me coma viva.
—¿Qué quieres que te diga que no es verdad? —me obligo a reír, con la risa más fría que puedo fingir—. ¡Es lo que ves! Me di cuenta de que a quien quiero es a Colín. Él sí es un hombre… no un niño engreído que vive del dinero de su papi. Nunca te amé.
Sus ojos pasan del asombro al dolor puro. Dice, con voz quebrada:
—Iba a pedirte que te casaras conmigo.
Eso me rompe en un lugar que no sabía que existía. Por un instante, todo mi plan se tambalea. Pero me repito la verdad: Derek, la amenaza, la firma de Langford. Respiro. Regreso a la mentira.
—¿Casarnos? ¿Yo, contigo? —me burlo, y la risa se me clava en la garganta—. ¡Prefiero morirme! ¡Colín me da todo lo que tú nunca podrías!
Le veo el brillo en los ojos apagarse.
Entonces, sin pensarlo, saca la cajita azul. No. Por favor, no.
La abre. Un anillo de diamantes me mira —y mi plan se me desmonta entre los dedos. No sé si es peor ver el anillo o ver cómo él lo apoya sobre la palma temblorosa.
—Esto era para ti —suelta, la voz hecha pedazos—. Ojalá nunca te hubiera conocido, Ava. Desde ahora estás muerta para mí.
Lanza la caja. Y da en mi pecho y cae a la alfombra. Se queda quieto un segundo y, con una calma que hiela, agrega:
—No crean que esto se queda así. Los haré arrepentirse. Los destruiré a los dos.
Se da la vuelta y sale, la puerta se cierra a su espalda con un golpe que hace vibrar mi pecho.
Bang.
La habitación se desploma en silencio. Colín se incorpora, la sangre le baja por la comisura del labio; me mira con desesperación.
—Ava… ¿estás segura? —me pregunta con voz rota—. Él no lo va a superar. Nunca te perdonará.
Sé que lo lastimé de verdad. Lo siento en cada fibra, incluso vi en sus ojos el momento exacto en que se quebró.
—Lo sé —susurro—. Pero no hay otra opción.
Él asiente, sus ojos llenos de compasión y culpa. Se vuelve hacia la puerta.
Sale sin hacer ruido, evitando cruzar miradas. En cuanto la puerta se cierra, me derrumbo. Las lágrimas rompen todo y no logro contenerlas.
Recojo el anillo con manos temblorosas. Lo presiono contra mi pecho, como si fuera un pedazo de lo que perdí.
—Lo siento… —sollozo—. Te amo, Logan. Juro que te amo y estoy segura de que siempre lo hare.
El teléfono vibra sobre la cama. El sonido me saca del llanto. Aún aferrada al diamante, extiendo el brazo. La pantalla muestra un número desconocido. Lo reconozco sin pensar: es él. El hombre que orquestó este infierno. Mi sangre hierve.
Contesto antes de que pueda arrepentirme.
—Ya está hecho —lanzo, cada palabra rasgando mi garganta—. Ahora le toca a usted cumplir su parte.
Corto la llamada y arrojo el móvil de nuevo a la cama. Me desplomo en el suelo; me enrosco sobre mí misma y el llanto me invade hasta dejarme sin fuerzas.
Pero en el pecho, donde aprieto el anillo, hay un dolor nuevo que no es solo culpa: es la certeza de que rompí algo irreparable.
Antes de cerrar los ojos me pregunto, con la voz cerrada en mi propio silencio:
¿Y si él no cumple? ¿Y si me arriesgue para perderlo todo… para siempre?