El primer rayo de sol se filtró tímido entre cortinas que no eran las suyas. Olivia se removió entre las sábanas que la cubrían, pero sábanas que enseguida no reconoció como suya. El tejido no era de la delicada costura francesa que había elegido para su cama matrimonial; era grueso, áspero, como de hacienda antigua.
Abrió los ojos lentamente. El techo sobre ella no era el de su habitación, ni los muebles a su alrededor; a medida que barría el espacio con ojos adormecidos, tenían la pulcritud fría de los Monteiro. Todo en esa habitación estaba cargado de madera oscura, tapices de caza, cuadros severos.
Se incorporó de un salto. Las tiras de su bata blanca cayendo lenta y desordenadamente sobre sus hombros. El corazón comenzó a latirle acelerado.
¿Dónde estaba? ¿Cómo había llegado allí? ¿Qué… había pasado la noche anterior?
— Finalmente despiertas.
Aquella voz, firme y profunda, resonó desde la puerta. Olivia alzó el rostro. Entonces lo vio. Alto, de hombros anchos, cabello oscuro, cayéndole con descuido sobre la frente. Sus ojos, aquellas dos enormes gemas oscuras y penetrantes, la escrutaban con una calma peligrosa, la cama de quien observa algo que ya le pertenece, que ya… era suyo.
Olivia apretó la bata contra su pecho, y abrió los ojos horrorizada.
— ¿Quién… quién eres?
El hombre entró despacio, sus botas resonaban en la madera con cada paso calculado.
— Cássio Dos Fuegos — dijo, su voz cargada de fuerza y poder. De misterio y… algo más oscuro —. Tu marido.
Tu marido.
Aquellas dos palabras cayeron sobre Olivia como un balde de agua fría, y retrocedió chocando contra el filo de la cama con horror, sintiendo que de pronto estaba en una pesadilla.
— ¿De qué habla? ¿Se ha vuelto loco? ¿Por qué estoy aquí? ¿Quién es usted?
— Revísalo — respondió él, señalando con el gesto la mesa de noche detrás de Olivia.
Olivia giró pasando un trago.
Había un papel allí. Volvió la vista hacia el hombre, desconcertada.
— ¿Qué… es eso?
— Allí tienes la respuesta a tu pregunta.
Olivia, todavía descompuesta con lo que estaba ocurriendo, tomó el papel entre sus temblorosas manos.
Un acta de matrimonio.
Olivia Dos Fue…
Soltó el papel antes de terminar de leerlo, y negó espantada con la cabeza.
— Eso es imposible — balbuceó, con lágrimas formándose otra vez en sus ojos —. Mi marido… Dante… — su voz se quebró de solo recordar.
Cássio la observó en silencio unos segundos más de lo necesario, y sus labios se curvaron apenas, no en una sonrisa, sino en un gesto ambiguo, casi cruel.
— Está muerto — dijo por ella, sin un ápice de compasión, sin saber lo mucho que Olivia le dolería recordar —. Y tu vida en la hacienda Monteiro murió con él.
Olivia negó con la cabeza, como si al hacerlo pudiera desarmar aquella realidad. No, no podía ser. No podía ser cierto. Él estaba mintiendo. Tenía que estar mintiendo. Era una locura. Era algo imposible. Algo así jamás sucedió. ¿Casada con él? ¡No! ¿Cómo? ¡Eso jamás había sucedido! Ese papel…
— No quiero estar aquí. Quiero volver.
Cássio dio un paso más hacia ella, y cada movimiento suyo parecía llenar la habitación de una energía sofocante. Olivia nunca se había sentido de esa forma y no sabía cómo detenerlo.
— ¿Volver a dónde? — replicó con calma gélida —. No tienes adónde volver. Esa familia nunca te quiso y lo dejaron claro.
— Tú… tú no sabes nada de mi vida.
— Sé lo suficiente, Olivia, no necesito más — respondió él, inclinándose apenas hacia ella
Que dijera su nombre con tanta intimidad, hizo que todo de Olivia se estremeciera de cuerpo entero.
¿Qué era eso que recorría su piel entera? Pasó un nuevo trago y jugó nerviosa con sus dedos.
Cássio dio el último paso, quedando tan cerca que ella pudo percibir el calor de su cuerpo, el aroma de cuero y madera que lo envolvía. Era como si el olor de sus sábanas hubiese estado impregnado en todo de ella desde hace mucho tiempo.
— Tienes miedo — continuó Cássio, casi con satisfacción.
Olivia retrocedió, y cuando descubrió que detrás de ella no había a donde más ir, lo enfrentó con fortaleza.
— Yo no tengo miedo, y todo esto… todo esto es un error. No sé cómo llegué a este lugar — miró a su alrededor con cierto desprecio. Ella jamás hubiese decorado su habitación de aquella forma tan salvaje y oscura, como si no hubiese realmente vida en aquel enorme espacio —… pero me iré de aquí y este sinsentido solo quedará atrás.
Cássio sonrió como si hubiese escuchado un dulce e infantil chiste. Sus ojos de Cássio brillaron, oscuros, peligrosos, como si esa chispa de resistencia la hiciera aún más interesante para él.
Iba a ser demasiado fácil quebrarla.
Olivia quiso apartarse, pero cuando intentó escapar de su cercanía, él fue más rápido. La tomó del brazo. El contacto fue como una descarga, un ardor extraño que recorrió la piel de ambos, obligándolos a mirarse con sorpresa.
Ella forcejeó, pero Cássio la jaló contra su cuerpo con una brusquedad calculada. Olivia sintió la dureza de su pecho contra el suyo, su respiración firme junto a la suya.
— Escucha bien, Olivia — dijo, con la voz baja y cortante —. Esta es mi casa. Y aquí se hace lo que yo digo. No toleraré rebeldías, ni mucho menos insolencias. Tampoco saldrás vestida de esa forma a provocar a mis peones — Olivia miró su atuendo. Una bata de algodón, delicada, pero que tampoco reconocía como suya, cubría su piel tersa y blanca —. Si en tu antigua vida estabas acostumbrada a insinuarte, en tu nueva vida aprenderás a ser una esposa. Una Dos Fuegos. Mi mujer.
Mi mujer.
Aquella frase quemó la piel de Olivia.
Lo miró con rabia y humillación. Las lágrimas le ardían en los ojos, pero no estaba dispuesta a dejarlas caer frente a él. El atrevimiento de ese hombre la revolvía por dentro. Y antes de pensarlo demasiado, lo hizo.
Lo abofeteó.
Lo abofeteó con fuerza y necesidad. Cómo si todo lo que llevaba adentro hubiese salido a flote de esa forma.
El impacto de sus dedos contra la mejilla dura y masculina, resonó en las paredes.
Cássio cerró los ojos un instante, y una llama peligrosa cruzó por sus facciones. Apretó los puños y tensó la mandíbula. De haberse tratado de alguien más, ya hubiese respondido en consecuencia.
Pero con ella, no lo hizo, así que, con un movimiento seco, se apartó y caminó hacia la puerta, saliendo y cerrándola detrás de sí con seguro.
Tras el chasquido, Olivia se estremeció, y atónita, corrió e intentó abrirla.
— ¡Ábrame! ¡No puede hacerme esto! — gritaba golpeando con los puños —. ¡Quiero salir!
Sus gritos resonaron en la planta baja. La servidumbre se miró entre sí, incómoda, con los labios apretados. Nadie se atrevió a cuestionar nada.
Cássio descendió las escaleras con la autoridad que lo caracterizaba ser dueño de aquellas vastas tierras.
— Matilda — ordenó a la mujer mayor que se encontraba en la cocina, y la única que no tenía miedo de él —. Sube comida a mi esposa. Pero escucha bien: tiene prohibido salir de esa habitación hasta que yo regrese.
— Cássio…
— ¡Es una orden! ¡Haz que se cumpla! — exclamó en tono agrio, molesto.
Esa mujer lo había sacado de sus casillas. ¿Cómo se había atrevido a alzarle la mano? ¿Quién diablos se creía? ¡Él era Cássio Dos Fuegos!
El ama de llaves asintió con gravedad, aunque en su mirada se cruzó una sombra de preocupación.
Cássio giró hacia uno de los peones que aguardaba en el patio.
— Ensilla mi caballo.
— ¡Sí, patrón!
El hombre obedeció de inmediato, mientras las voces de Olivia aún se escuchaban arriba, golpeando, implorando, maldiciendo.
Pero Cássio no se inmutó. Montó su caballo y partió como un relámpago, dejando los gritos de su esposa atrás.