LA MALQUERIDA. La esposa comprada del Brasileño
LA MALQUERIDA. La esposa comprada del Brasileño
Por: miladyscaroline
Capítulo 1. Su esposo está muerto

Olivia Monteiro bajó las escaleras al escuchar los neumáticos de la camioneta de Dante; su marido, estacionarse de forma brusca frente a la casa grande. Habían discutido esa tarde, otra vez por lo mismo. No podía quedar embarazada. No podía engendrar a su heredero en su vientre. Le urgía hablar con él, le urgía decirle que… negó con la cabeza y lo dejó para cuando lo viera, pero, al bajar, no era él, sino el peón que lo acompañaba a donde quiera que fuera.

Tenía el sombrero entre las manos, la ropa sudada y los ojos enrojecidos.

Frente a él, en el recibidor, se encontraba su suegra.

— Doña Magda… — La voz del hombre joven temblaba—. Ha ocurrido una desgracia. El señor Dante... Hubo un accidente. Él… no sobrevivió.

Un escalofriante silencio llenó la sala.

La matriarca, erguida como un roble, no derramó una sola lágrima, aunque la noticia la atravesó como un cuchillo. Sus labios se fruncieron, su rostro se tensó, pero mantuvo la compostura de quien sostiene el peso de toda una familia.

Olivia, en la escalera, sintió que el suelo desaparecía bajo sus pies. La sangre se le heló, y un grito ahogado escapó de su garganta.

— ¿Qué…? — el aire era demasiado espeso para respirar.

El peón bajó la cabeza, incapaz de sostenerle la mirada.

— ¿Estaba borracho? — preguntó la mujer, ignorando la presencia de Olivia.

— Sí, patrona.

Fue entonces cuando la suegra, doña Magda, giró hacia Olivia con una dureza que parecía más bien una sentencia.

— Esto es culpa tuya. — Las palabras salieron heladas, sin temblor ni compasión —. Si hubieras sido capaz de darle un hijo, no habría buscado consuelo en el alcohol. Y ahora… ¡Ahora mi primogénito está muerto! ¡Muerto!

Olivia se estremeció, aquella palabra era demasiado fuerte para ser verdad.

— No, Dante no…

— ¡Cállate! ¡No hagas una escena! — la silenció la mujer, impidiéndole llorar a su propio mirado, entonces desvió la mirada hacia el ama de llaves, que resollaba en silencio y había escuchado todo —. Tú, avisa a la familia. Nos vamos al hospital.

— Me… me cambiaré — dijo Olivia sin fuerzas, pero apenas quiso darse la vuelta, doña Magda la detuvo con su imponente voz.

— No. Los Monteiro nos haremos cargo de todo. Tú no tienes nada que hacer allí.

Olivia frunció el ceño.

— ¿Qué dice, señora?

— Tú ya no eres parte de esta familia. Tú ya no eres una Monteiro.

Olivia retrocedió un paso, como si aquellas palabras se hubiesen convertido en un golpe que la dejaron sin aire.

— Era mi esposo… —repitió, con voz rota—. ¿Cómo… se atreve a decir eso?

La matriarca se irguió aún más, con una soberbia implacable.

— Ya no eres nada. Ni esposa, ni mucho menos una madre. Y sin un hijo en tu vientre, ya no hay nada que te haga parte de esta familia — sentenció y llamó al peón por encima del hombro —. Encárgate de que se quede en su habitación hasta que nos vayamos.

Olivia negó con la cabeza al ver que el hombre se acercaba.

— ¡No! ¡¿Qué hace?! ¡No puede hacer esto, por favor! ¡Déjeme verlo! ¡Déjeme…! — pero la mujer se dio la vuelta y la dejó allí, rota y sintiendo que se le iba la vida.

— Señora… — el muchacho la miró con pena, no quería usar la fuerza por respeto a su difunto esposo.

— Tengo que ir — rogó al peón, pero ambos sabían que si la matriarca había dado una orden en aquella casa, no había poder humano que la hiciera cambiar de parecer.

Olivia subió a su habitación matrimonial abrazada a sí misma, sintiendo que el alma la dejaba en cada paso que daba. Y que todo aquello… no era real.

Cerró la puerta y se recargó sobre esta. Lo miró todo. En cada rincón estaba Dante. Escuchó las camionetas partir, mientras ella quedaba allí. Se deslizó contra la puerta hasta caer sentada, entonces; rompió a llorar con todas sus fuerzas.

A las tres de la madrugada, cuando ya el silencio se había vuelto insoportable, una mucama subió a la habitación con una taza de té para los nervios. Olivia, tendida en el sofá, con el cabello suelto y el rostro deshecho, la miró con desesperanza.

— ¿Sabes algo? — preguntó a la muchacha, con voz apagada. Sin fuerza. Sin vida.

La muchacha vaciló, luego bajó la voz:

— Vi al capataz… entró en el despacho, buscó algo en la caja fuerte y salió con prisa. No parecía que quisiera que nadie lo notara. Dejaré esto aquí, bébalo.

Olivia ni siquiera miró la taza, y cuando salió la muchacha, observó a través de la ventana. Pronto amanecería.

La mañana siguiente la sorprendió todavía en el sofá, con la bata blanca mal ajustada, el cabello despeinado y los ojos enrojecidos de tanto llorar. De la planta principal de la casa, llegaba el murmullo de los pasos y las voces. Rápido se asomó a la ventana y descubrió que todos ya estaban en casa.

Despreocupada por su apariencia de ese día, Olivia salió de la habitación y bajó las escaleras. Cada paso que daba atraía las miradas de los empleados de la casa, quienes la observaban con pena y lástima.

Cuando entró al salón, el silencio la atravesó como un puñal. Todos se giraron hacia ella, pero fue su suegra quien rápido se acercó, impidiéndole que avanzara un centímetro más.

La tomó de forma brusca del brazo y la estremeció contra ella.

— ¿Qué diablos crees que haces? — preguntó la mujer con veneno en su mirada.

Olivia pasó un trago, sin fuerzas.

— Quiero… quiero ver a Dante.

— Allí solo encontrarás un cuerpo frío.

— Tengo derecho a verlo por última vez, por favor, se lo pido. Sé que nunca me ha querido, que…

— Vaya, al fin lo entiendes. Sube a tu habitación y quédate allí. Suficiente he tenido con lidiar con… todo esto, además mírate, pareces una viuda demacrada.

Olivia frunció el ceño.

— Acabo de perder a mi marido. ¿Cómo… espera que esté?

— Nunca lo has entendido, ¿verdad? Los Monteiro no demostramos debilidad. No eres la única viuda de esta familia. Yo también perdí a mi marido.

Olivia recordó aquella tarde.

Magda Monteiro no derramó ni una sola lágrima. Y obligó al resto de la familia a hacer lo mismo.

Pero ella bien se lo había dicho…

— Yo ya no soy una Monteiro, ¿recuerda? Yo… ya no soy parte de esta familia, y no puede obligarme a no tener alma como usted.

Entonces se soltó de su agarre, e importándole poco nada, entró al salón y no se detuvo hasta llegar a los pies del ataúd.

Allí, entre flores blancas y velas encendidas, estaba Dante.

Se acercó con pasos temblorosos, y cuando sus dedos tocaron el frío de la madera, todo se vino abajo. El rostro de su marido yacía inmóvil bajo el vidrio, pálido, intocable. Sus rodillas flaquearon, y un sollozo escapó de su garganta, quebrando la quietud del salón.

Alguien la sostuvo desde atrás, pero ella no supo quién. Su mirada estaba clavada en Dante. Hundió su mejilla contra el vidrio, llorando sin consuelo, como si pudiera atravesar la barrera y traerlo de vuelta. El tiempo dejó de existir en ese momento.

Horas después, mientras la luz se apagaba lentamente, la gente comenzó a retirarse. Olivia siguió allí, con el corazón anclado a su esposo. Una mucama se le acercó con un vaso de agua.

— Señora… no ha comido nada. Al menos beba un poco.

Olivia lo aceptó sin ganas. Entonces escuchó voces desde el despacho.

— ¿Quién está allí? — preguntó, con un hilo de sospecha.

— Un hombre. Llegó hace horas. Su suegra lo recibió — respondió la mucama —. No sé más.

Olivia no insistió. El cansancio la arrastró, y, rendida, subió a su habitación, pero al llegar a las escaleras, otra vez esa voz la atrapó.

— ¿Por qué no se deja de rodeo y me dice que es lo que quiere? — escuchó a su suegra preguntar.

Hubo una pausa, después una contundente respuesta.

— La quiero a ella.

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