Inicio / Romance / LA MALQUERIDA. La esposa comprada del Brasileño / Capítulo 3. No escaparía de su infierno
Capítulo 3. No escaparía de su infierno

Después de casi tres horas, las manos de Olivia sangraban. La piel de sus nudillos estaba abierta y se había quedado sin voz de tanto gritar. Todo de ella temblaba. Todo de ella… se sentía abandonada y prisionera.

Sin fuerzas, se dejó caer en el suelo, acurrucándose contra la pared más cercana mientras se abrazaba las rodillas y enterraba el rostro en ellas.

Hasta que escuchó el rumor de los suaves toques sobre la puerta.

— Señora Dos Fuegos, soy Matilda, el ama de llaves. Voy a entrar — avisó una voz suave y cálida, pero firme como un mural.

Señora Dos Fuegos.

Aquella frase le supo amarga, ajena. Y la estremeció de cuerpo entero.

Alzó con inocencia y dolor la mirada. La puerta se abrió enseguida.

Una mujer mayor, de estatura baja y rostro delicado, entró con una charola con comida humeante en sus manos.

Matilda avanzó despacio, observando con preocupación el estado devastado de aquella joven muchacha. Colocó la charola en la mesa e intentó acercarse, pero Olivia se alejó, ligeramente asustada.

— Lo siento, no quise… — intentó decir la mujer —, debe comer algo. Anoche no probó nada después de…

— ¿Anoche? — interrumpió Olivia enseguida — ¿Yo estuve aquí anoche?

La mujer frunció el ceño.

— Por supuesto, señora. La boda se celebró en el jardín.

— ¿Boda? No — negó con la cabeza, riendo sin gracia — ¿Esto es lo que él le dijo que me dijera? ¿Por eso está aquí? ¿Para tratar de convencerme de esta farsa?

Matilda no comprendía.

— ¿De qué farsa habla, señora?

— ¿Dónde está? ¿Dónde está él?

— ¿Se refiere a su marido?

— ¡Él no es mi marido! — exclamó Olivia, tirando todo lo que había en la mesa. Los platos cayeron al piso, quebrándose uno a uno. Los cubiertos de plata, los vasos de cristales.

Matilda ahogó un jadeo, retrocediendo.

— ¡Yo no estoy casada con él! ¡Yo no…! ¡Yo…! — rompió a llorar de nuevo, llevándose las manos a la cabeza, confundida, desconcertada.

— ¡Dios, señora, sus manos! — dijo Matilda al darse cuenta de la sangre escurriéndose entre los dedos — Déjeme ver eso.

Olivia rechazó el contacto, pero la mujer la insistió.

— Por favor, no le haré daño. Solo déjeme ver.

Matilda estiró sus manos, y a Olivia le tomó un par de largos segundos depositar su confianza en aquel contacto.

— ¡Dios santísimo! Iré por el botiquín, no toque nada.

La mujer desapareció un momento en el cuarto de baño y volvió con una pequeña maleta de lata.

— Siéntese. Voy a limpiar las heridas.

Olivia obedeció en silencio, mientras la mujer comenzaba su labor y desinfectaba las heridas con gesto dulce y delicado.

— Ya está, con esta crema se aliviará muy pronto.

Olivia pasó un trago y asintió ligeramente, todavía bajo guardia. Cuando Matilda se incorporó, un sobre con sello rojo se cayó de su delantal. Del interior, salió una fotografía en blanco y negro.

Olivia frunció el ceño al reconocerse a sí misma.

— ¿Qué es eso?

— Oh, casi lo olvido. Este sobre llegó para usted hoy. Lo envía el fotógrafo. Creyó que querría ver todas las fotos de la boda antes de escoger sus favoritas para el álbum íntimo.

La palabra boda resonó en su cabeza como un sinsentido.

Con manos temblorosas, tomó el sobre. El papel crujió al abrirlo. Las imágenes cayeron sobre sus rodillas.

Allí estaba ella. Vestida de blanco. Frente a un altar. Junto a ese hombre.

Cássio…

Cássio Dos Fuegos.

Entregando su mano. Diciendo el sí quiero.

Se llevó una mano a la boca y la otra al vientre, negando con nuevas lágrimas en sus ojos.

— No… no… esto no puede ser verdad.

Las lágrimas rodaron, manchando el papel satinado. Cada fotografía era un golpe brutal: ella mirando a Cássio como a un esposo, ella besando sus labios, ella aceptando una vida que no recordaba.

Cássio Dos Fuegos regresó a la casa grande con la furia aun latiendo en cada fibra. Había cabalgado durante horas, hasta caer la tarde, sin rumbo, buscando calmar el fuego que lo consumía por dentro, pero al cruzar el portón principal supo que nada se había extinguido: al contrario, ardía… ardía con más fuerza y eso no le gustaba.

Entró a la casa con pasos firmes, provocando que el sonido de sus botas llamara la atención de las empleadas.

— ¡Patrón! — saludaron las muchachas bajando la cabeza, como muestra de respeto y obediencia.

— ¿Dónde está Matilda? — preguntó, su voz grave, áspera.

Las muchachas intercambiando miradas rápidas entre ellas.

— ¡Pregunté dónde está! — rugió Cássio, golpeando con el puño cerrado la mesa de madera, haciendo temblar las lozas.

Una de las jóvenes, la más delgada, apenas se atrevió a levantar la voz.

— Está arriba, patrón. En su habitación... con su esposa.

¿Por qué diablos seguía allí? Se preguntó el brasileño, obstinado.

El rostro de Cássio se endureció aún más. Sus puños se cerraron con fuerza y subió las escaleras con zancadas largas, cada paso arrastrando la amargura que llevaba consigo desde hace tiempo.

Al abrir la puerta de la habitación, la escena lo detuvo.

Matilda estaba de rodillas frente a Olivia, sosteniendo sus manos entre las suyas. El cuarto era un campo de batalla: pedazos de porcelana, cristales rotos y papeles desparramados por todas partes.

— ¿Qué diablos pasó aquí? — preguntó con temblé.

Matilda se incorporó con calma tensa.

— Fue un accidente.

— No — interrumpió Olivia, con ojos encendidos —. Fui yo. Yo lancé todo.

Aquella confesión hizo que Cássio alzara la vista hacia ella, y al hacerlo, sus miradas se encontraron, duras, como dos titanes en guerra. La rabia en ella lo irritaba, lo sacaba de sus casillas, pero al mismo tiempo algo dentro de él reconocía esa fuerza, esa valentía.

Era cómo ver… a su hermana. La hermana que le arrebataron.

Matilda carraspeó, incómoda.

— Haré que alguien venga a limpiar.

— No hará falta — replicó Cássio sin apartar los ojos de Olivia —. Ella lo hará.

Matilda ahogó una exclamación.

— Cássio…

— He dicho que ella lo hará, Matilda, ahora sal de la habitación y déjame a solas con mi esposa.

— Pero…

— ¡Te he dado una orden, carajo!

La mujer bajó la cabeza y salió de la habitación, resignada, cerrando la puerta detrás de sí.

— Ya me escuchaste, recógelo.

Olivia no se movió. Lo enfrentó con el mentón erguido, los labios apretados, y el dolor brillando en sus ojos enrojecidos.

Cássio avanzó un paso, la voz grave y controlada, aunque por dentro hervía.

— No voy a repetirlo otra vez. Recógelo.

El cuerpo de Olivia se estremeció, pero no por miedo. Era otra cosa, una mezcla de indignación, de impotencia y de desafío. Lentamente, sin apartar la mirada de él, se inclinó. Sus rodillas rozaron el suelo, y con las manos vendadas comenzó a juntar los fragmentos uno a uno.

Cássio apartó la vista y caminó hacia la ventana. No podía verla así. Algo dentro de él lo carcomía, como si su propio mandato lo traicionara.

Pasaron varios minutos. Cuando se giró, Olivia ya estaba de pie, colocando los últimos pedazos sobre la mesa con un gesto cansado. Fue entonces cuando lo vio: manchas rojas en las vendas, pequeños hilos de sangre que se escapaban de entre sus dedos.

En un segundo, su dureza se quebró.

Fue algo instantáneo, algo que… no esperó que saliera de él.

— ¿Qué demonios…? — dio dos pasos hacia ella sin pensarlo —. ¿Qué te pasó en las manos?

— Nada — respondió ella, girándose para ocultarlas.

Pero él fue más rápido. La sujetó suavemente, casi sin darse cuenta, y miró sus palmas vendadas. Algo dentro de él se removió. Sintió un nudo en la garganta. Sus dedos, callosos y fuertes, rozaron su palma con una caricia involuntaria, casi reverente. La piel de ella estaba caliente, frágil y vulnerable.

Por un peligroso instante, el tiempo pareció detenerse.

Pero los recuerdos lo golpearon. Sangre en las manos. Su hermana. El dolor de esa noche.

El rostro de Cássio se endureció de nuevo. Soltó a Olivia con brusquedad, como si ella quemara. Dio un paso atrás, apretando la mandíbula, y sus ojos volvieron a ser de piedra.

— Te puedes ir — soltó de repente, con las manos convertidas en puños.

Olivia frunció el ceño.

— ¿Qué?

— ¿No era lo que querías? Lárgate. Te puedes ir. Pediré la anulación de este matrimonio. Eres libre — terminó entre dientes, y salió por la puerta sin detenerse hasta llegar a su despacho.

Allí, soltó su furia.

¿Qué acababa de hacer? ¿Qué diablos acababa de hacer? ¿Esa… era su venganza? ¿De esa forma vengaba lo que ese malnacido le hizo a su hermana?

Soltó un grito enfurecido, y comenzó a lanzarlo todo por doquier. Lámparas, copas y jarrones.

Enterró la cabeza en sus manos y apretó los ojos con fuerza.

Momentos después, escuchó los neumáticos de una de las camionetas. Su pulso se detuvo y miró por la ventana.

Era ella.

Uno de los peones la llevaría a la mansión Monteiro.

Un calor insoportable le subió por la garganta.

¿Así que decidió irse…?

¡Imbécil! Fuiste tú quien se lo permitiste. Pensó con rabia.

Se quedó mirando hasta que los focos del vehículo comenzaron a desvanecerse en el camino de tierra, y cuando desapareció finalmente, algo dentro de él fue más fuerte.

— ¡Mald¡ta sea!

Tomó sus llaves y salió del despacho hecho una furia.

— ¡Cássio! ¿A dónde vas? ¿A dónde fue tu esposa? ¡Está a punto de caer un torrencial! — le dijo Matilda, siguiéndolo, pero él no se detuvo.

Se montó detrás del volante y arrancó.

Iba por su mald¡ta esposa.

Ella no escaparía de su infierno.

Sigue leyendo este libro gratis
Escanea el código para descargar la APP
Explora y lee buenas novelas sin costo
Miles de novelas gratis en BueNovela. ¡Descarga y lee en cualquier momento!
Lee libros gratis en la app
Escanea el código para leer en la APP