En las partes más profundas del castillo, había un silencio absoluto. Ese sitio, edificado con piedra oscura y grabados antiguos, emanaba el aliento de la desesperanza y el sufrimiento. Aria Blackwood estaba tendida en el suelo helado de uno de sus calabozos, cuyas paredes conservaban todavía el eco de gritos olvidados. Sus muñecas estaban marcadas por los grilletes que la mantenían prisionera, pero sus ojos… sus ojos todavía relucían con la misma resolución que en la primera noche en la que fue llevada allí.
El aire se tornó espeso. La luna, en lo alto del cielo y con su forma redonda, lanzó un rayo de luz que se filtró a través de la pequeña abertura del techo. Aria levantó la vista y, en ese momento, sintió que algo se activaba dentro de sí misma. El poder empezó a bullir de nuevo, como si una tormenta estuviera atrapada en su pecho. Su respiración se hizo más rápida. Las cadenas sonaron, y en su mente resonó una voz suave, casi un susurro.
—No tengas miedo, hija de la lu