El viento del norte soplaba con una potencia que lastimaba la piel y levantaba remolinos de escarcha que giraban sobre el terreno endurecido. Enfrente del grupo se levantaban las montañas como gigantes de piedra y nieve, y la línea invisible que señalaba la frontera con Luna Eterna se escondía entre sus cumbres.
Raiden iba delante, despejando el camino entre la ventisca. Su figura se mezclaba con la bruma, pero su andar era firme y equilibrado, como si supiera de memoria cada piedra del sendero.
Aria se encontraba detrás, apretando el manto contra su cuerpo y notando cómo el frío le penetraba hasta los huesos. Allí el aire era diferente. Denso, viejo. Pleno de una fuerza que le hacía vibrar la sangre.
—Estamos cerca —declaró Raiden sin volverse. Todo cambia a partir de este momento.
Nerya lo observó con una expresión de cansancio y un poco de miedo, exhausta.
—¿De qué manera?
—El norte no permite forasteros —replicó él, con la voz tan cortante como el acero—. Únicamente a aquello