El cajón cedió con un crujido suave. Isabella contuvo la respiración, sus dedos temblorosos rozando los documentos que había encontrado en el escritorio de León. La habitación permanecía en penumbra, apenas iluminada por la luz mortecina que se filtraba entre las cortinas. Sabía que estaba jugando con fuego, pero la necesidad de respuestas era más fuerte que el miedo.
Fotografías antiguas, recortes de periódicos amarillentos y documentos con sellos oficiales se mezclaban en un caos ordenado. Sus ojos se detuvieron en una imagen: un grupo de hombres en uniforme militar, sonrientes, con copas en alto. En una esquina, reconoció el rostro más joven de su padre.
—Siempre supe que eras curiosa —la voz de León resonó a sus espaldas, helándole la sangre—. Pero nunca pensé que fueras estúpida.
Isabella se giró bruscamente, dejando caer los papeles. León permanecía en el umbral de la puerta, su silueta recortada contra la luz del pasillo. No parecía furioso, y eso era aún más aterrador.
—Yo... —