El comedor se había convertido en un campo minado de silencios. Isabella observaba el plato frente a ella, moviendo distraídamente los vegetales con el tenedor mientras sentía la mirada de León sobre ella. La cena transcurría en una calma tensa, como si ambos esperaran que el otro hiciera estallar la bomba de palabras que llevaban conteniendo durante días.
—¿Piensas jugar con la comida toda la noche? —preguntó León, su voz grave rompiendo el silencio como una piedra arrojada a un estanque.
Isabella levantó la mirada, encontrándose con aquellos ojos oscuros que parecían leerla con demasiada facilidad.
—No tengo hambre —respondió, dejando el tenedor sobre el plato con un tintineo deliberadamente fuerte—. Es difícil disfrutar de una cena cuando tu anfitrión es tu secuestrador.
Una sonrisa amarga se dibujó en los labios de León.
—Creí que ya habíamos superado esa fase.
—¿Qué fase exactamente? —Isabella se inclinó hacia adelante—. ¿La de pretender que esto es normal? ¿La de fingir que no m