La noche cayó con un peso distinto.
No era solo oscuridad: era un eco.
Un recordatorio.
Un llamado.
Desde el lago hasta los límites del bosque, el silencio era tan denso que cada crujido de rama parecía un grito contenido. Las hojas no se movían. Los pájaros no cantaban. Incluso el viento parecía haberse escondido.
Aldan se había alejado desde el amanecer. No habló. No dejó promesas ni miradas. Solo partió.
Naya dijo que lo había visto tocar la marca en su hombro, con una expresión tan solemne como si fuera a despedirse del mundo.
Y quizás, sí lo era.
Eirik reunió a los ancianos. Nadie dijo su nombre, pero todos sabíamos que hablaban de él.
El Guardián.
El Vínculo.
El Niño de Sol.
—Algo viene —dijo el más viejo, cuyas pupilas eran como las raíces de los árboles: retorcidas, profundas—. La línea se ha rasgado. El Umbral respira.
—¿Podemos cerrarlo? —pregunté.
—No —dijo Naya, con