El amanecer llegó sin gloria. La niebla cubría la aldea como un sudario, y el sol apenas lograba filtrarse entre las ramas altas del bosque. Los días ya no comenzaban con la misma ligereza; algo se había quebrado en el tejido del tiempo desde aquella noche de fuego y luces.
Aldan no volvió a hablar de los seres que lo rodeaban, pero su mirada cambió. Se volvió más profunda, más callada.
Sus ojos dorados ya no eran solo reflejo del linaje de su padre, sino un portal a algo mucho más antiguo. A veces lo sorprendía conversando en susurros, con palabras que no entendía, como si se comunicara con el viento, con las raíces o con los huesos dormidos del bosque.
—No le tengas miedo —me dijo Naya una mañana mientras trituraba hierbas para un nuevo ungüento—. El poder que despierta en él no es oscuro. Pero tampoco es humano.
Sus palabras me estremecieron.
—¿Entonces qué es?
Ella levantó la vista, su