4

—Respira, Isabella… solo respira —me susurro al espejo, mientras una de las criadas termina de ajustar la última perla del vestido en mi espalda. La seda carmesí abraza mis curvas como si no quisiera dejarme ir, como si supiera que esta noche me está vistiendo para la muerte de lo que soy. O mejor dicho, de lo que era.

El reflejo que me devuelve el espejo no se parece en nada a la niña que solía correr descalza entre los viñedos con mi padre. Tampoco es la mujer que se esconde tras los libros de historia o las partituras de piano que ya nadie quiere oír. Esta versión de mí —con labios del color del vino, mirada endurecida por la costumbre y cuello adornado con diamantes manchados de secretos— es la que mi madre quiere que el mundo vea.

—Estás preciosa, signorina —murmura Francesca, sonriendo con la dulzura que me recuerda lo sola que estoy.

—Sí… preciosa —repito, aunque lo que quiero es arrancarme este vestido y gritar.

La mansión ya huele a cigarro caro, a perfume floral con fondo de pólvora, a risas falsas y promesas envenenadas. La gala de compromiso está a punto de comenzar. Y yo, como buena hija de la familia Mancini, debo interpretar mi papel con perfección.

Mi madre entra al tocador sin golpear. Como siempre.

—Isabella, los invitados ya están llegando. No quiero ver una mueca de fastidio esta noche. Recuerda que no solo representas a esta familia… eres la joya de la corona —dice mientras inspecciona mi aspecto como si fuera una pintura por exhibir.

—La joya de la corona o la muñeca de porcelana que vas a vender al mejor postor —respondo con una sonrisa tan dulce que empalaga.

Ella me ignora. No espera respuestas, solo obediencia.

Roberto me espera al pie de la escalinata principal, con ese traje a la medida que grita poder, y esa mirada vacía que me hiela la sangre. Me ofrece su brazo como si no acabara de decirme por mensaje esta mañana que preferiría casarse con un fantasma antes que lidiar conmigo. Pero aquí estamos: el príncipe y la princesa, listos para engañar a todos con esta comedia ridícula que llaman unión estratégica.

—Estás… adecuada —dice, recorriéndome con los ojos como si evaluara un objeto de colección.

—Y tú estás tan encantador como un ataúd abierto —le susurro al oído mientras poso mi mano sobre su brazo. Él sonríe para las cámaras, sin captar la daga en mis palabras.

El salón principal está atestado de rostros conocidos y peligrosos. Clanes aliados, jefes de células mafiosas italianas, mujeres enjoyadas hasta los dientes, y jóvenes herederos que me miran como si ya me hubieran desnudado en su imaginación. El champán fluye como sangre. Las orquestas tocan melodías tan perfectas que parecen una burla. Todo reluce… todo es mentira.

—Ahí está la futura señora De Santis —escucho murmurar a una mujer, mientras pasa junto a mí con una sonrisa que es más cuchilla que gesto.

—Con esa cara, no me extraña que Roberto la eligiera. Pero dicen que es fría como el mármol —responde otra, como si no estuviera a menos de dos metros.

Roberto se ríe bajo, satisfecho con los comentarios. Me aprieta la mano. Dueño. Como si quisiera dejar claro que ya soy suya.

Y entonces lo siento. Esa electricidad. Esa punzada detrás del cuello. Esa… tensión en el aire que me hace girar instintivamente la cabeza.

Y ahí está.

Alessio Ricci entra por las puertas dobles del salón con la seguridad de un emperador y la arrogancia de un dios caído. Su traje negro absorbe la luz, sus ojos… esos malditos ojos… me atrapan como un anzuelo. Sabe exactamente lo que está haciendo. Y sé que no ha venido por negocios.

Ha venido por mí.

—¿Qué demonios hace él aquí? —gruñe Roberto, tensando la mandíbula.

—Supongo que alguien lo invitó —respondo con indiferencia, aunque mi corazón está golpeando contra mis costillas como si intentara escapar.

—No quiero que te acerques a él. Ni una palabra, Isabella. ¿Me has entendido?

—Por supuesto, mi amor —digo con una sonrisa encantadora. Y después, tal vez, me tatúe su nombre en la espalda, quién sabe.

Alessio se acerca lentamente al centro del salón, saludando con un leve gesto de cabeza a quienes le temen demasiado para fingir cortesía. Cuando sus ojos se cruzan con los míos, el mundo se apaga por un segundo. La música se amortigua. Las luces se tornan borrosas. Y yo…

Yo dejo de respirar.

Él sonríe. No una sonrisa común. Es esa clase de sonrisa que promete caos. Que me desnuda sin tocarme. Que se burla de la máscara que llevo esta noche.

Me doy cuenta demasiado tarde de que mi mano tiembla sobre el brazo de Roberto.

—¿Quieres agua? —pregunta Roberto con voz dura.

—Quiero desaparecer —murmuro, pero no lo suficiente para que me escuche. O tal vez sí. No me importa.

Durante la cena, Alessio se sienta con su tío, el jefe de los Ricci, justo frente a nuestra mesa. Por supuesto. Porque el universo tiene un sentido del humor retorcido.

Cada vez que me acerco la copa a los labios, siento su mirada. Cada vez que Roberto me toca la rodilla bajo la mesa, mis ojos se escapan hacia los de Alessio, buscando… ¿qué? ¿Apoyo? ¿Provocación? ¿Escape?

El postre llega. Y con él, la maldita ceremonia del anuncio.

Mi madre se levanta, copa en mano, y pronuncia un discurso sobre el honor, la familia y la bendición de unir dos casas poderosas. Roberto me ofrece su mano y nos ponemos de pie frente a todos. Las luces nos enfocan. Los flashes capturan el momento. Somos una postal.

—Brindemos por el futuro esposo de mi hija… —dice mi madre, mirando a Roberto con orgullo y a mí con control.

Y entonces siento el vértigo.

Como si el suelo se moviera. Como si mis pulmones no supieran cómo funcionar. Como si el corset del vestido me apretara el alma.

No puedo respirar.

No. No aquí. No ahora.

Sonrío. Hago lo que se espera. Trago saliva. Y mientras todos aplauden, yo me rompo en silencio.

Mis pasos me llevan al jardín, sin que se note la urgencia. Me escondo tras una columna de mármol, aferrándome al frío de la piedra como si pudiera salvarme del ahogo.

Mis manos tiemblan. El maquillaje se agrieta en los bordes de mis ojos.

—Isabella —su voz me atraviesa como un disparo. Grave. Seca. Ardiente.

Me giro. Él está ahí. Alessio. Apoyado contra una columna con las manos en los bolsillos, como si el mundo no se estuviera desmoronando.

—¿Qué haces aquí? —pregunto entre dientes, más vulnerable de lo que me gustaría.

—Observando —responde. Y da un paso hacia mí—. Me preguntaba cuánto tiempo más podrías fingir.

—No tienes idea de lo que está en juego.

—¿Y tú sí? —alza una ceja—. ¿Tienes idea de quién te estás convirtiendo al aceptar esto?

—No me conoces —le escupo. Aunque una parte de mí desearía que lo hiciera.

—Te veo más de lo que tú te ves, Isabella.

Me fulmina con la mirada. Y yo me derrumbo por dentro.

Porque maldita sea, tiene razón.

Una risa falsa suena a lo lejos, y regreso al salón sin mirarlo. Pero cada paso duele. Cada latido es una carga. Y mientras la música me envuelve de nuevo, mi pecho se aprieta.

Alessio no ha dicho mucho, pero ha dejado una grieta en la armadura que mi madre me obligó a llevar esta noche.

Y esa grieta… está creciendo.

Cuando finalmente termina la velada, subo a mi habitación, me encierro y dejo que las lágrimas corran como ríos desbordados. Mi reflejo en el espejo es un desastre. O tal vez… por fin es real.

Porque esta noche, por primera vez, la máscara que debo llevar me ha comenzado a asfixiar.

Y si esto es solo el comienzo… no sé si voy a sobrevivir al final.

Una corriente eléctrica me recorrió la espalda. Su mirada. Esa maldita mirada.

Alessio no tenía derecho a estar allí. No en mi noche. No cuando todo estaba tan meticulosamente planeado para que yo me comportara como la princesa perfecta, sonriente, obediente, muda.

Pero ahí estaba. De pie al otro lado del salón, como si fuera uno más de los invitados, cuando su sola presencia bastaba para incendiar el aire.

—¿Qué diablos hace ese imbécil aquí? —la voz de Roberto me sacudió desde mi derecha, ronca, molesta, como si sintiera mi tensión y supiera exactamente a quién iba dirigida.

—Debe haber venido con la familia Ricci —dije, sin apartar la vista de Alessio, que ahora hablaba con uno de los viejos capos mientras su copa de vino giraba en su mano como si nada le afectara.

Roberto entrecerró los ojos.

—¿Lo conoces? —preguntó con un tono que raspaba de celos.

—Es solo uno de nuestros guardaespaldas, ¿no? —respondí con una sonrisa que sabía perfectamente cómo herir su orgullo. Una sonrisa vacía, hueca, como la que había ensayado frente al espejo durante años.

Roberto apretó mi cintura con más fuerza, sus dedos se clavaron como garras por encima de la tela dorada de mi vestido. Imaginé el moretón que dejaría después. Otro trofeo invisible que esconder bajo el maquillaje y las sonrisas.

—No me gusta cómo te mira —masculló cerca de mi oído.

—¿Y cómo me mira? —pregunté, dándome el lujo de inclinarme levemente hacia él, como una amante dulce. O como una reina que juega con su verdugo.

Roberto me miró como si quisiera devorarme y asesinarme al mismo tiempo.

—Como si te conociera mejor que yo.

Touché.

No le respondí. No necesitaba hacerlo. Solo me giré elegantemente, justo cuando uno de los socios de mi padre se acercaba para felicitarme por el compromiso. Su voz era pegajosa como la grasa, sus ojos paseaban por mi escote con descaro disfrazado de protocolo.

—Isabella, mi querida —entonó como si no tuviera treinta años más que yo—. Estás absolutamente… radiante.

—Gracias, Don Vincenzo —respondí con la sonrisa profesional que ya se había tatuado en mis mejillas. Una sonrisa que decía “me halaga” pero también “no te acerques más o te clavo el tenedor en la garganta”.

Lo que nadie notaba —porque todos veían a la hija, a la joya, a la futura esposa de Roberto Mancini— era que yo me estaba desmoronando por dentro. Que la máscara empezaba a resquebrajarse con cada palabra falsa, cada brindis fingido, cada mirada como la de Alessio, que desnudaba mi alma en pleno salón de baile.

Los minutos pasaron como un desfile de máscaras. Un brindis, una felicitación, un beso en la mejilla. Todos sonreían como si no supieran que estaban celebrando mi funeral emocional.

Hasta que sentí esa mirada otra vez.

No la vi. La sentí. Como un roce físico, como unas manos invisibles que deslizaban el vestido hasta mis tobillos. Me giré muy lentamente, y lo encontré. Alessio. De pie en la penumbra junto a una de las columnas de mármol, medio oculto por una planta ornamentada, bebiendo vino tinto con la misma calma de un asesino esperando su momento.

No hablaba. No se acercaba. Solo me miraba.

Y su silencio hablaba más fuerte que todo el maldito salón junto.

—Voy a saludar a la madrina —le dije a Roberto sin esperarlo. Me giré antes de que pudiera detenerme.

Sabía que me seguía con la mirada. Sabía que sospechaba. Pero en ese momento me importó tan poco que me sentí libre por apenas un segundo. Solo uno.

Me deslicé entre los invitados como una marioneta vestida de oro. Crucé el salón con pasos medidos, sabiendo que si me apresuraba levantaría sospechas. Y cuando llegué a la columna, lo hice como quien tropieza con un fantasma que lleva tiempo invocando.

—Vaya —dije, fingiendo sorpresa—. Qué coincidencia tan… conveniente.

Alessio bajó la copa de vino y me regaló una sonrisa perezosa, como si no hubiera roto mi mundo en dos segundos con esa simple mirada suya.

—Isabella —su voz era un susurro grave, profundo, con ese acento napolitano que siempre me había parecido un arma peligrosa—. No sabía que esta gala era también una subasta de almas.

—¿Y tú qué haces aquí? ¿Buscas una para comprar?

Él ladeó la cabeza, sin dejar de mirarme como si pudiera ver debajo de mi piel.

—Solo vine a ver cómo luce una princesa... cuando está a punto de convertirse en prisionera.

Mi respiración se detuvo. Un segundo. Dos. Tres.

—No empieces —le advertí.

—¿Empiezo qué? ¿A decirte verdades que no puedes soportar?

—A jugar este juego —espeté, dando un paso hacia él, tan cerca que podía oler su loción amaderada, una mezcla entre tabaco, cuero y pecado.

Alessio bajó la mirada hacia mi escote, luego a mis labios, luego a mis ojos.

—¿Cuál juego, Isabella? ¿El de fingir que no tiemblas cuando te miro?

Cerré los ojos por un segundo. Maldito. Lo odiaba. Lo odiaba porque tenía razón.

—No tienes idea del infierno en el que estoy —le dije, casi en un susurro—. Y tú estás aquí solo para empeorarlo.

Alessio dio un paso hacia mí. Su cuerpo no me tocó, pero su calor me envolvió.

—Entonces dime que no me mire así, principessa. Dímelo, y me iré.

Tragué saliva.

—Mírame como uno más —susurré, con un temblor que me quemaba la lengua—. Como el soldado que alguna vez fuiste. No como…

—¿Como qué?

No respondí. No podía. Porque si decía lo que se me estaba cruzando por la mente, entonces iba a destruirlo todo. A mí incluida.

—Tengo que volver —murmuré, girándome para alejarme antes de hacer una locura.

Pero él me tomó del brazo. No con fuerza. Con una delicadeza inesperada.

—Estás temblando.

—Estoy harta.

—Estás viva —corrigió—. Aunque intentes fingir lo contrario.

Me solté y me alejé sin mirar atrás. No podía. Si lo hacía, todo se me desmoronaba.

El resto de la noche fue una farsa. Las risas eran más agudas, los brindis más vacíos, la música más ensordecedora.

Roberto estaba inquieto. Me observaba como si fuera un campo minado. Sabía que algo se había quebrado. Y aunque no sabía exactamente qué… lo intuía.

A la medianoche, después del brindis principal y las palabras de mi padre, sentí que el aire empezaba a faltarme. Literalmente. Todo se volvió lento, denso, asfixiante.

El vestido se me pegaba a la piel como si me ahogara. El maquillaje me picaba. Las luces eran cuchillas. Las voces, cuchicheos que taladraban mis oídos. Necesitaba escapar. Necesitaba huir aunque fuera por un segundo.

—Voy al tocador —le dije a Roberto, quien asintió sin apartar los ojos de su whisky.

Salí del salón como una autómata. Caminé rápido por el pasillo de mármol, empujé la puerta del baño de mujeres y me apoyé en el lavabo con las manos temblorosas.

Mi reflejo era una máscara. Una mujer hermosa. Un maniquí de oro. Pero yo ya no estaba ahí.

El aire me faltaba. El pecho me dolía. Cerré los ojos, traté de respirar hondo, pero no podía.

Y entonces, sin aviso, las lágrimas me traicionaron. Cayeron en silencio, calientes, dolorosas.

Me quité los pendientes. Luego los tacones. Me miré al espejo como si buscara a la niña que solía ser. La que soñaba con libertad. La que no conocía el poder de una promesa mafiosa ni el peso de un apellido.

¿Dónde te perdiste, Isabella?

Mi corazón latía como si quisiera romperme las costillas y escapar.

El pomo de la puerta se movió.

Me limpié el rostro a toda prisa. Me puse los pendientes de nuevo. Me tragué el miedo.

Era una Morelli. Y las Morelli no lloraban.

Salí del baño con la espalda recta y la mandíbula apretada.

Pero algo dentro de mí se había roto.

O tal vez, solo tal vez…

Algo finalmente había despertado.

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