—Respira, Isabella… solo respira —me susurro al espejo, mientras una de las criadas termina de ajustar la última perla del vestido en mi espalda. La seda carmesí abraza mis curvas como si no quisiera dejarme ir, como si supiera que esta noche me está vistiendo para la muerte de lo que soy. O mejor dicho, de lo que era.
El reflejo que me devuelve el espejo no se parece en nada a la niña que solía correr descalza entre los viñedos con mi padre. Tampoco es la mujer que se esconde tras los libros de historia o las partituras de piano que ya nadie quiere oír. Esta versión de mí —con labios del color del vino, mirada endurecida por la costumbre y cuello adornado con diamantes manchados de secretos— es la que mi madre quiere que el mundo vea.
—Estás preciosa, signorina —murmura Francesca, sonriendo con la dulzura que me recuerda lo sola que estoy.
—Sí… preciosa —repito, aunque lo que quiero es arrancarme este vestido y gritar.
La mansión ya huele a cigarro caro, a perfume floral con fondo de pólvora, a risas falsas y promesas envenenadas. La gala de compromiso está a punto de comenzar. Y yo, como buena hija de la familia Mancini, debo interpretar mi papel con perfección.
Mi madre entra al tocador sin golpear. Como siempre.
—Isabella, los invitados ya están llegando. No quiero ver una mueca de fastidio esta noche. Recuerda que no solo representas a esta familia… eres la joya de la corona —dice mientras inspecciona mi aspecto como si fuera una pintura por exhibir.
—La joya de la corona o la muñeca de porcelana que vas a vender al mejor postor —respondo con una sonrisa tan dulce que empalaga.
Ella me ignora. No espera respuestas, solo obediencia.
Roberto me espera al pie de la escalinata principal, con ese traje a la medida que grita poder, y esa mirada vacía que me hiela la sangre. Me ofrece su brazo como si no acabara de decirme por mensaje esta mañana que preferiría casarse con un fantasma antes que lidiar conmigo. Pero aquí estamos: el príncipe y la princesa, listos para engañar a todos con esta comedia ridícula que llaman unión estratégica.
—Estás… adecuada —dice, recorriéndome con los ojos como si evaluara un objeto de colección.
—Y tú estás tan encantador como un ataúd abierto —le susurro al oído mientras poso mi mano sobre su brazo. Él sonríe para las cámaras, sin captar la daga en mis palabras.
El salón principal está atestado de rostros conocidos y peligrosos. Clanes aliados, jefes de células mafiosas italianas, mujeres enjoyadas hasta los dientes, y jóvenes herederos que me miran como si ya me hubieran desnudado en su imaginación. El champán fluye como sangre. Las orquestas tocan melodías tan perfectas que parecen una burla. Todo reluce… todo es mentira.
—Ahí está la futura señora De Santis —escucho murmurar a una mujer, mientras pasa junto a mí con una sonrisa que es más cuchilla que gesto.
—Con esa cara, no me extraña que Roberto la eligiera. Pero dicen que es fría como el mármol —responde otra, como si no estuviera a menos de dos metros.
Roberto se ríe bajo, satisfecho con los comentarios. Me aprieta la mano. Dueño. Como si quisiera dejar claro que ya soy suya.
Y entonces lo siento. Esa electricidad. Esa punzada detrás del cuello. Esa… tensión en el aire que me hace girar instintivamente la cabeza.
Y ahí está.
Alessio Ricci entra por las puertas dobles del salón con la seguridad de un emperador y la arrogancia de un dios caído. Su traje negro absorbe la luz, sus ojos… esos malditos ojos… me atrapan como un anzuelo. Sabe exactamente lo que está haciendo. Y sé que no ha venido por negocios.
Ha venido por mí.
—¿Qué demonios hace él aquí? —gruñe Roberto, tensando la mandíbula.
—Supongo que alguien lo invitó —respondo con indiferencia, aunque mi corazón está golpeando contra mis costillas como si intentara escapar.
—No quiero que te acerques a él. Ni una palabra, Isabella. ¿Me has entendido?
—Por supuesto, mi amor —digo con una sonrisa encantadora. Y después, tal vez, me tatúe su nombre en la espalda, quién sabe.
Alessio se acerca lentamente al centro del salón, saludando con un leve gesto de cabeza a quienes le temen demasiado para fingir cortesía. Cuando sus ojos se cruzan con los míos, el mundo se apaga por un segundo. La música se amortigua. Las luces se tornan borrosas. Y yo…
Yo dejo de respirar.
Él sonríe. No una sonrisa común. Es esa clase de sonrisa que promete caos. Que me desnuda sin tocarme. Que se burla de la máscara que llevo esta noche.
Me doy cuenta demasiado tarde de que mi mano tiembla sobre el brazo de Roberto.
—¿Quieres agua? —pregunta Roberto con voz dura.
—Quiero desaparecer —murmuro, pero no lo suficiente para que me escuche. O tal vez sí. No me importa.
Durante la cena, Alessio se sienta con su tío, el jefe de los Ricci, justo frente a nuestra mesa. Por supuesto. Porque el universo tiene un sentido del humor retorcido.
Cada vez que me acerco la copa a los labios, siento su mirada. Cada vez que Roberto me toca la rodilla bajo la mesa, mis ojos se escapan hacia los de Alessio, buscando… ¿qué? ¿Apoyo? ¿Provocación? ¿Escape?
El postre llega. Y con él, la maldita ceremonia del anuncio.
Mi madre se levanta, copa en mano, y pronuncia un discurso sobre el honor, la familia y la bendición de unir dos casas poderosas. Roberto me ofrece su mano y nos ponemos de pie frente a todos. Las luces nos enfocan. Los flashes capturan el momento. Somos una postal.
—Brindemos por el futuro esposo de mi hija… —dice mi madre, mirando a Roberto con orgullo y a mí con control.
Y entonces siento el vértigo.
Como si el suelo se moviera. Como si mis pulmones no supieran cómo funcionar. Como si el corset del vestido me apretara el alma.
No puedo respirar.
No. No aquí. No ahora.
Sonrío. Hago lo que se espera. Trago saliva. Y mientras todos aplauden, yo me rompo en silencio.
Mis pasos me llevan al jardín, sin que se note la urgencia. Me escondo tras una columna de mármol, aferrándome al frío de la piedra como si pudiera salvarme del ahogo.
Mis manos tiemblan. El maquillaje se agrieta en los bordes de mis ojos.
—Isabella —su voz me atraviesa como un disparo. Grave. Seca. Ardiente.
Me giro. Él está ahí. Alessio. Apoyado contra una columna con las manos en los bolsillos, como si el mundo no se estuviera desmoronando.
—¿Qué haces aquí? —pregunto entre dientes, más vulnerable de lo que me gustaría.
—Observando —responde. Y da un paso hacia mí—. Me preguntaba cuánto tiempo más podrías fingir.
—No tienes idea de lo que está en juego.
—¿Y tú sí? —alza una ceja—. ¿Tienes idea de quién te estás convirtiendo al aceptar esto?
—No me conoces —le escupo. Aunque una parte de mí desearía que lo hiciera.
—Te veo más de lo que tú te ves, Isabella.
Me fulmina con la mirada. Y yo me derrumbo por dentro.
Porque maldita sea, tiene razón.
Una risa falsa suena a lo lejos, y regreso al salón sin mirarlo. Pero cada paso duele. Cada latido es una carga. Y mientras la música me envuelve de nuevo, mi pecho se aprieta.
Alessio no ha dicho mucho, pero ha dejado una grieta en la armadura que mi madre me obligó a llevar esta noche.
Y esa grieta… está creciendo.
Cuando finalmente termina la velada, subo a mi habitación, me encierro y dejo que las lágrimas corran como ríos desbordados. Mi reflejo en el espejo es un desastre. O tal vez… por fin es real.
Porque esta noche, por primera vez, la máscara que debo llevar me ha comenzado a asfixiar.
Y si esto es solo el comienzo… no sé si voy a sobrevivir al final.