El frío del cementerio no solo se sentía en el aire, sino en cada latido que retumbaba dentro de mi pecho. Caminé entre las tumbas con los pasos lentos, como si el suelo se resistiera a sostenerme, como si cada grano de tierra estuviera cargado de recuerdos y promesas rotas. Frente a la lápida de mi padre, me detuve. El nombre grabado en mármol parecía un muro infranqueable, una muralla de poder y dolor que todavía me atravesaba.
No esperaba encontrar a nadie allí, menos a Matteo. Pero estaba allí, de pie, como una sombra firme en medio de la penumbra, con esa mirada que me desarmaba sin pronunciar palabra. La tensión entre nosotros era palpable, un hilo invisible que nos ataba sin remedio.
—Isabella —susurró él, su voz ronca acariciando el viento helado—. No sabía que vendrías hoy.
Quise contestar, pero las palabras se me enredaban, atrapadas entre el peso de mi duelo y la verdad que ahora nos obligaba a enfrentarnos sin escudos ni máscaras.
Nos acercamos, y por primera vez en mucho