El aire en el despacho de Dimitrix vibraba con el tecleo vertiginoso de un hombre de negocios concentrado. Él estaba sumergido en sus documentos, asegurando los últimos cabos sueltos de la fusión que consolidaría su imperio. Abajo, en la sala, la Abuela disfrutaba de una siesta recuperadora; su presencia era el ancla que daba sentido a la farsa.
En el dormitorio principal, Isabella estaba sentada en el suelo, rodeada por el contenido de una modesta caja de cartón. Era su "tesoro" más preciado, lo que había logrado salvar de la voracidad legal de Alejandro. Allí estaban sus bocetos, patrones viejos, muestras de telas exóticas y fotografías de su acogedor taller.
Isabella acarició un rollo de seda cruda, cerrando los ojos. Ser modista. Era lo que más anhelaba, la única cosa que le daba identidad más allá de ser "la esposa de alguien". Se imaginaba de nuevo en su estudio, las tijeras cortando con precisión, los diseños naciendo de su mente. Soñaba con el día en que pudiera reconstruir su