Capítulo 9
Punto de vista de Sara

Me senté junto a Maximiliano en el auto. Ver el rostro descompuesto de Eva al encontrarme con Max fue mi mayor deleite, la prueba de mi triunfo. Causarle dolor y sufrimiento se había convertido en el propósito de mi vida.

Siempre había vivido a la sombra de mi hermana Eva, alimentando un odio profundo hacia ella. Me atormentaba la facilidad con la que conseguía todo, cómo captaba todas las miradas al entrar en cualquier espacio, atrayendo a todos como un poderoso imán, siempre brillaba en el centro de la atención, sin importar el lugar o la compañía.

Incluso nuestro padre, un hombre frío por naturaleza, se derretía en sonrisas ante Eva mientras que yo permanecía como un ente invisible. Creí que sería su princesa cuando nos llevó a casa tras la muerte de la madre de Eva, pero me equivoqué. Nunca me prestó atención, ni se casó con mi madre, quien solo era su amante porque él no podía soportar lastimar a Eva.

No puedo recordar cuándo nació ese resentimiento; quizás al notar que todos la preferían, o cuando maestros y compañeros elogiaban su dulzura mientras yo permanecía invisible bajo su sombra, o tal vez cuando la servidumbre la admiraba y la trataban como a una princesa.

—Eva es una chica encantadora, ¿no?

—Algún día hará muy feliz a quien esté con ella.

—Es tan educada y generosa.

Siempre ella, Eva, mientras que yo era apenas Sara, la otra, la insuficiente, la que jamás sería especial.

Entonces apareció Maximiliano Graves y lo deseé desde nuestro primer encuentro; creí que debía ser mío, incluso me engañé pensando que me amaba y deseaba, pero todo fue una mentira.

Pertenecía a Eva, la quería y amaba, aunque su orgullo le impedía admitirlo. Lo percibía en su mirada, incluso ahora. Pudo ser cruel con ella y tratarla como si no valiera nada, pero yo conocía la verdad que escondía.

La odiaba por ello, la odiaba por poseer todo lo que yo anhelaba, por ser el centro de afecto y atención de todos. Aun humillada y sufriendo, la gente acudía a ella y la consolaba.

Nadie se había preocupado así por mí y, para colmo, la fortuna que yo disfrutaba era realmente suya. Su madre, dueña de casi toda la riqueza de los Moreno, se la heredó por completo. Mi padre también la nombró su única heredera.

Analizándolo, recordé con claridad el día en que comprendí cuánto la despreciaba. Éramos adolescentes descubriendo el mundo y nuestro lugar en él. A pesar de mis incansables esfuerzos por ganar la aprobación de nuestro padre, por convertirme en la hija de su orgullo, nada bastaba. Nunca fui suficiente.

Eva por el contrario, dulce y perfecta, era adorada sin esfuerzo alguno. Su mera existencia bastaba para ganarse el amor de todos y cualquier cosa que hiciera sería motivo de admiración. Me exasperaba verla moverse por la vida con ese encanto natural, como si el mundo entero le rindiera pleitesía.

Me esforcé al máximo por hacerme notar, por conseguir reconocimiento, pero solo escuchaba, —¿Por qué no puedes ser más como tu hermana?

Esas palabras resonaron en mi mente por años, un constante recordatorio de lo inalcanzable. Sin embargo, no permitiría que su victoria continuara por mucho más.

Actué con determinación y volví a las personas contra ella sutilmente, deshaciendo su mundo perfecto. Nuestro padre fue el primero, una tarea sencilla por su naturaleza fría y distante. Bastó sembrar algunas dudas con palabras precisas, —¿Te has dado cuenta de que a Eva no le importa el negocio, papá? Siempre anda en las nubes, pensando en otras cosas. No es como nosotros, papá. No es tan fuerte como nosotros.

Funcionó, poco a poco la destruí ante sus ojos, volviéndola débil e insignificante. Fue satisfactorio contemplar cómo crecía su decepción hacia ella, cómo la duda y la desconfianza se apoderaban de él. Por primera vez, yo fui quien recibió su atención y confianza, pero aún no era suficiente. Ansiaba más; necesitaba destruirla completamente. Entonces apareció Max.

Yo sabía que amaba a Eva, aun sin decirlo ni demostrarlo. Lo percibía claramente y eso encendió mi ira; él debió haber sido mío, pero Eva, siempre perfecta, lo conquistó sin esfuerzo alguno, así que decidí recuperarlo.

Volverlo contra ella fue sencillo. Ya estaba enojado y frustrado con el matrimonio. Solo tuve que avivar el fuego, convencerlo de que ella no lo amaba, sino que lo utilizaba y manipulaba. Le susurré al oído como lo había hecho con mi padre, —A Eva no te importa, Max. Solo está contigo por tu abuelo. No te ama, no puede amar a nadie.

Él necesitaba creerme, ya que admitir que aún sentía algo por ella le resultaba insoportable, así mis palabras echaron raíces en su mente como un veneno lento y ahora la detesta tanto como yo.

Pero a pesar de todo, volcar a nuestro padre y a Max contra ella no bastó, por más que intentara quebrarla, Eva conservaba aquel brillo de esperanza en sus ojos, aquella convicción de que todo mejoraría y alguien acudiría a rescatarla.

Eso era precisamente lo que más detestaba. Porque nadie vino a rescatarme a mí. Siempre estuve sola, luchando por todo lo que tenía, abriéndome camino a rastras para sobrevivir. Eva, en cambio, siempre estuvo rodeada de personas que la adoraban, apoyaban y amaban. Eso simplemente no era justo.

Aquel día quedó grabado en mi memoria con nitidez absoluta: el día en que Max cayó del puente. En ese entonces éramos jóvenes, y Max siempre había sido vibrante e imprudente. Observé desde la distancia cómo se inclinaba demasiado, riendo mientras nos provocaba al resto. Luego, en un espantoso segundo, resbaló.

Me quedé paralizada, incapaz de actuar o pedir ayuda. Fue Eva quien, sin titubear, se lanzó valientemente al agua helada para salvarlo.

La odié profundamente por ello. Yo debí haber sido su salvadora, su heroína, pero una vez más, Eva acaparó todos los elogios y la admiración. Al verla llevarlo a salvo, algo en mi interior se quebró definitivamente, y decidida a no dejarla triunfar esta vez, recurrí a la mentira.

Cuando la historia se difundió, le dije a todos que yo era quien lo había salvado, tejí el relato con tal maestría que hasta Max lo creyó. Observé la confusión en los ojos de Eva mientras todos me aclamaban como heroína, sin embargo, ella permaneció en silencio.

Pudo defenderse y revelar la verdad, pero calló, no por bondad sino por mis amenazas. Aún recuerdo su rostro aterrado cuando tomé entre mis manos aquel collar, el único recuerdo que conservaba de su madre.

—Si dices una palabra —le advertí apretando la delicada cadena entre mis dedos—, la destruiré. Nunca volverás a verla.

Su apego sentimental a ese recuerdo le costó su dignidad y me cedió la victoria permitiendo que Max creyera que ella lo había abandonado. Entonces descubrí mi poder sobre ella: prefería sacrificar la verdad antes que perder el último vestigio de su madre. Esa debilidad se convirtió en mi mejor arma.

Pero nada de eso bastaba. A pesar de mis esfuerzos por destruirla, ese destello de esperanza persistía en sus ojos, esa luz inextinguible que tanto me atormentaba. Y por eso la odiaba con toda mi alma.

Quizás por eso nunca me detendría. En mi interior, sabía que jamás tendría lo único que ella poseía: esperanza.

Quizás y solo quizás, al destruirla, el vacío en mi alma por fin desaparecería.
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