Sara aprovechó el momento. Con un movimiento rápido, inclinó el vaso en su mano, derramando el agua por todo su vestido, luego dejó escapar un jadeo falso y retrocedió con fingida sorpresa.
—¡Eva! —chilló con los ojos abiertos, mostrando inocencia—. ¿Qué te pasa? ¿Por qué harías...?
Max fijó su mirada en mí, con una ira creciente en sus ojos. —¿Qué demonios, Eva? —exclamó con una acusación gélida. Sin molestarse en preguntar por lo ocurrido, dio por sentada mi culpabilidad.
Ante sus palabras, me quedé paralizada, incapaz de articular una defensa. —Max, yo no...
Me interrumpió, acercándose a Sara como si fuera una flor frágil. —¿Estás bien?
Ella se mordió el labio, como si estuviera tratando de contener lágrimas. —Estoy bien. Es solo que... no sé por qué está tan celosa.
Celosa. La palabra flotó en el lugar como un veneno, un recordatorio amargo de todo lo perdido. Max aceptó ciegamente su mentira, negándome cualquier defensa, mientras yo observaba, inmóvil, aquella representación magis