Elio entró al comedor justo cuando Cristina terminaba de acomodar los cubiertos sobre la mesa. La luz cálida del candelabro iluminaba su rostro, pero ella podía sentir la tensión que desprendía su esposo. Lo vio acercarse lentamente, con el ceño fruncido, y de inmediato bajó la mirada, evitando su contacto visual.
—Ya casi está todo listo —dijo ella en voz baja, mientras alineaba los vasos sobre el mantel.
Elio no respondió. Solo se quedó mirándola, observando cada movimiento, como si quisiera descifrar lo que pensaba. Sus manos estaban metidas en los bolsillos del pantalón, su postura rígida. La rabia aún le recorría las venas después de la conversación que había tenido con Rubén minutos atrás.
Clara, que no perdía detalle, se acercó al ver la escena. Su mente se movía con rapidez, calculando cada palabra.
—Cristina —dijo con una sonrisa que no llegaba a sus ojos—, ¿podrías ir por los niños, por favor? Ya es hora de cenar.
Cristina la miró con educación. —Claro, enseguida regreso.
El