Cristina entró a su habitación cerrando la puerta con suavidad. La noche estaba silenciosa; apenas se escuchaba el murmullo del viento que rozaba las ventanas de la mansión Caruso. Al encender la lámpara de su mesita de noche, notó la figura de Elio de pie, frente a la ventana, observando la oscuridad del jardín. La luz cálida de la lámpara iluminó su perfil, haciendo que el ambiente se llenara de una tensión densa, casi asfixiante.
—¿Qué haces aquí, Elio? —preguntó con voz firme, aunque por dentro deseaba no tener que enfrentarlo esa noche—. Ya deberías estar en tu habitación.
Elio no se movió enseguida. Mantuvo la vista perdida hacia afuera, como si buscara las palabras correctas para comenzar a hablar. Finalmente se giró, con ese gesto cansado, el semblante serio, y dio un paso hacia ella.
—Isaac ya se durmió —dijo con voz baja.
Cristina cruzó los brazos, manteniendo la distancia entre ambos.
—Sí, ya está dormido… y yo también quiero descansar. Por favor, sal de mi habitación —resp