La mañana siguiente amaneció radiante, con el sol filtrándose a través de los amplios ventanales de la oficina de Cristina Bianchi. El aire olía a café recién hecho y a papeles nuevos. Cristina, vestida con un elegante traje beige y una blusa blanca, repasaba con concentración los informes que tenía sobre su escritorio. Su cabello recogido en un moño impecable le daba un aire de autoridad y serenidad.
Mientras pasaba una hoja tras otra, escuchó tres suaves golpes en la puerta.
—Adelante —dijo sin levantar la vista.
La puerta se abrió y Carmen, su secretaria, apareció con una carpeta en la mano y un gesto respetuoso.
—Señora, quería informarle que ya está todo listo en la sala de juntas —anunció con voz pausada.
Cristina asintió, dejando el bolígrafo a un lado.
—Bien. Apenas llegue Elio Carruso, me avisas —respondió.
—Por supuesto, señora. —Carmen hizo una pequeña pausa, un poco nerviosa—. En la sala de juntas hay otra propuesta. Pensé que podría serle útil.
Cristina levantó la vista,