La noche caía con un silencio pesado sobre la mansión Caruso. Afuera, el jardín apenas se distinguía a través de los ventanales; las sombras de los árboles se proyectaban en las paredes, danzando con el viento. Cristina estaba en su habitación, un espacio amplio pero frío, dominado por tonos neutros y una luz cálida y tenue que apenas lograba otorgar un poco de consuelo. El reloj marcaba casi las once. Sentada en el borde de la cama, se acomodaba la bata de satén, blanca y suave, rodeada del desorden propio de una noche en la que el sueño parece inalcanzable.
Isaac, su pequeño de cinco años, jugaba en la alfombra con su carro de bomberos rojo, emitiendo sonidos de sirena con la boca, ajeno a la tensión de su madre. Cristina, mientras tanto, sostenía el teléfono móvil entre sus manos, dándole vueltas, mirándolo como si esperara que ocurriera un milagro. Caminaba de un lado a otro de la habitación —de la puerta al ventanal, de allí a la cama, de la cama al pequeño escritorio de caoba—,