La puerta de la habitación se cerró detrás de ellos con un sonido seco, definitivo.
Kevin fue el primero en avanzar. Dejó el saco sobre el respaldo de la silla con un gesto automático, casi brusco, como si la tela le pesara más de lo habitual. Luego se quitó el reloj y lo dejó sobre la mesa, el leve golpe del metal resonando en el silencio que se instaló entre ambos. Un silencio denso, cargado, de esos que no descansan.
Leah permaneció cerca de la puerta, observándolo. Cada movimiento de Kevin parecía medido, contenido, como si estuviera sosteniendo algo que amenazaba con desbordarse.
—¿Estás bien? —preguntó él sin mirarla, con la voz baja.
Leah asintió despacio.
—Sí… estoy bien.
Kevin cerró los ojos un segundo, como si necesitara esa confirmación para no perder el control. Cuando volvió a abrirlos, se giró hacia ella.
Hubo otro silencio.
Uno más profundo.
—Pero estaré mejor —continuó Leah, rompiéndolo— si me hablas con la verdad, Kevin. Quiero entender qué pasa. Deb