La madrugada en Valencia tenía un silencio distinto. No era un silencio vacío, sino uno cargado de respiraciones lentas, de pensamientos que no dormían, de verdades que aún no se atrevían a pronunciarse. Afuera, la ciudad reposaba bajo una luna pálida, y adentro, en la habitación apenas iluminada por la luz que se filtraba entre las cortinas, Leah dormía profundamente.
Kevin no.
Estaba de costado, frente a ella, observando la serenidad de su rostro. Leah dormía con esa paz que solo existe cuando el cuerpo se rinde por completo, cuando el cansancio y la vida se mezclan hasta borrar cualquier defensa. Su respiración era suave, regular. Una mano descansaba cerca de su pecho; la otra, de Kevin, reposaba con cuidado sobre su vientre aún plano, imperceptible para el mundo, pero ya inmenso para él.
No presionaba. No se movía. Solo estaba allí.
Protegiendo.
Kevin sentía algo extraño cada vez que apoyaba la mano en ese lugar. Una mezcla de respeto, miedo, ternura y una emoción que no sabí