Kevin permaneció de pie unos segundos en la habitación, ajustándose el reloj con un gesto mecánico. Había algo en su expresión que Leah ya conocía: esa seriedad que no nacía del trabajo, sino del alma.
—Tengo que ir a ver a mi abuela —dijo finalmente—. Hay cosas… que necesito hablar con ella.
Leah levantó la mirada desde el sillón. No preguntó qué cosas. No lo necesitaba. Había aprendido a leer los silencios de Kevin, y aquel era uno cargado de peso.
—Está bien —respondió con suavidad—. Yo… mientras tanto, quisiera ir a donde están las cenizas de mis padres.
Kevin se acercó de inmediato. Sus manos buscaron el rostro de ella con cuidado, como si temiera romper algo frágil.
—Claro que sí —dijo, y una sonrisa dulce, honesta, cruzó sus labios—. Tómate el tiempo que necesites.
Leah apoyó su frente en el pecho de él por un instante. No hubo promesas, ni explicaciones. Solo la certeza de que, pese a todo, aún había respeto.
Una hora después, Leah estaba sola.
El lugar era silencioso,