El pasillo del Sanatorio Central vibraba con un murmullo inquieto. Las luces blancas iluminaban los rostros agotados de los médicos y el brillo húmedo en los ojos de Leah, que continuaba apoyada contra el vidrio que la separaba del área en donde su padre luchaba por mantenerse con vida. Sus pequeñas manos permanecían extendidas sobre el cristal, como si de esa forma pudiera transmitirle fuerza. La noche se quebraba a su alrededor, pero ella seguía firme, como una flor golpeada por la tormenta que aún se niega a caer.
Kevin se encontraba a pocos pasos detrás. Él no la tocaba, pero su presencia era un escudo constante; cada respiración de Leah era cuidadosamente observada por él. Cada lágrima, cada estremecimiento, cada segundo de angustia, era registrado en la memoria del hombre con precisión quirúrgica, como si su mente necesitara retenerlo todo para saber exactamente qué proteger, qué destruir, qué controlar.
Fue entonces cuando Arturo, jefe de seguridad, se acercó con pasos rápidos