La noche cayó sobre la Villa La Matilde con una lentitud casi cruel. No hubo viento, no hubo sonidos ajenos que rompieran el silencio. Las luces exteriores iluminaban los jardines con una elegancia fría, pero dentro de la casa todo parecía más grande, más vacío. Leah caminaba descalza por el pasillo, envuelta en una bata ligera, sintiendo que cada paso resonaba demasiado fuerte en su propia cabeza.
Kevin no estaba.
Lo sabía desde hacía horas, pero el peso real de su ausencia se había asentado recién ahora, cuando la noche avanzaba y no había mensajes, ni llamadas, ni una excusa nueva a la que aferrarse. Leah se detuvo frente a la ventana del dormitorio principal. La ciudad brillaba a lo lejos, indiferente, ajena a la tormenta silenciosa que crecía dentro de ella. Se llevó ambas manos al vientre, aún pequeño, casi imperceptible bajo la tela. Ese gesto se había vuelto automático, un refugio, una manera de recordarse que no estaba completamente sola. Cerró los ojos.
—Papá dice que son