El sonido de la puerta cerrándose detrás de ellos fue lo único que interrumpió el silencio.
Kevin avanzó primero, con pasos firmes, su sombra proyectándose larga sobre la alfombra gris de su oficina. El aire estaba denso, casi sofocante. Leah lo siguió con pasos vacilantes, sin atreverse a levantar la vista. Sentía aún el pulso acelerado en su garganta, el peso del dolor en la mejilla, y la vergüenza de haber sido vista tan vulnerable.
Kevin se detuvo frente a su escritorio y apoyó las manos en la madera pulida.
Durante unos segundos, no dijo nada. Solo respiró despacio, con la mirada fija en el ventanal que mostraba la ciudad a lo lejos.
Leah permaneció de pie a pocos metros, las manos entrelazadas frente a ella, apretando con fuerza los dedos. Se mordió el labio, intentando controlar los temblores que la recorrían.
El silencio se hizo insoportable.
Hasta que la voz de Kevin rompió la quietud, profunda y autoritaria:
—Levanta la cabeza, Leah. No mantengas la cabeza agachada, recuerda