Dentro de la oficina, los ojos de Leah se abrieron como pozos ante la acusación que caía sobre ella. Sentía caer sobre su pecho el peso de algo más viejo y oscuro, como si la muerte misma la mirara desde el otro lado del vidrio.
—Kevin, tú estás…
—Cállate. No quiero escucharte —interrumpió él, feroz—.
Su voz era un látigo. Kevin estaba fuera de sí, convencido de que otra vez ella había desobedecido sus órdenes y mancillado la memoria de Dulce.
—No he tocado nada —intentó Leah, adelantando la mano como si una explicación pudiera detener la tormenta.
Antes de que pudiera articular una palabra más, la mano de Kevin se alzó. Leah instintivamente se cubrió el rostro y sollozó, el miedo encendiéndole la garganta. En ese instante, algo cambió en él; el pavor en los ojos de Leah le llegó como un golpe frío. Retrocedió un paso, alejándose, sorprendido por la propia fuerza que había mostrado.
El silencio que siguió se llenó de tensión temblorosa. Leah, con la respiración entrecortada, tra