Dentro del vehículo que avanzaba hacia la empresa, Leah no podía mantenerse en silencio. El aire entre ambos era denso, cargado de palabras no dichas. Aun sabiendo que su marido no le prestaba atención, se atrevió a hablar.
—Te agradezco lo que hiciste. Aquí tienes el dinero que gastaste.
Kevin levantó la cabeza con un leve giro, su mirada azul, cortante, se clavó en ella. El celeste de los ojos de Leah tembló bajo aquella intensidad; había inocencia y vergüenza en su gesto, como si temiera haber cometido una falta.
—¿En qué concepto me tienes? —su voz fue grave, contenida—. Soy un hombre, Leah. Los hombres estamos acostumbrados a gastar en mujeres, en sus gustos y caprichos.
Ella no apartó la mirada. Aquel azul profundo la mantenía atrapada. Sin poder creer lo que oía, estiró una mano y, casi sin pensar, tocó la frente de Kevin. El hombre frunció el ceño, sorprendido por el gesto.
—¿Qué ocurre contigo? —preguntó, con un dejo de molestia, aunque la suavidad de aquellas manos pequ