El reloj marcaba las ocho y media de la mañana cuando Kevin salió de su despacho con paso decidido. Su expresión era dura, su mirada fría como el acero. Ana, que acababa de entrar al vestíbulo, se apresuró a enderezar la espalda al verlo.
—Ana —la voz del hombre sonó grave, cortante—, llama a Leah. Dile que la espero en el vehículo.
La mujer tragó saliva, insegura.
—Señor Hill… la señora Leah ya salió hace unos minutos.
Kevin se giró lentamente hacia ella.
—¿Salió? —repitió con voz baja, contenida, pero el leve temblor en su tono bastó para hacerla retroceder un paso.
—Sí, señor. Tomó un Uber. Dijo que iba directo a la empresa.
El silencio que siguió fue abrumador. La tensión parecía llenar el aire. Kevin entrecerró los ojos, su mandíbula se marcó con fuerza.
—Entiendo —murmuró, y sin añadir una sola palabra más, tomó las llaves de su vehículo del aparador y cruzó la puerta principal.
Ana lo vio marcharse sin atreverse a decir nada. El rugido del motor rompió la calma de la m