El reloj en la pared marcaba las once en punto cuando el teléfono de Leah vibró suavemente sobre el escritorio. Su mirada se detuvo en la pantalla, donde el nombre Henry Morgan parpadeaba una y otra vez. Por un instante, pensó en dejarlo sonar hasta que se cortara, ignorarlo como si el silencio fuera suficiente para borrar lo sucedido la noche anterior. Pero su conciencia no le permitió esa huida. Con un leve suspiro, deslizó el dedo sobre la pantalla y contestó.
—¿Henry? —su voz salió baja, tensa.
—Leah… —la voz al otro lado sonaba serena, pero cargada de culpa—. Gracias por contestar. Necesitaba hablar contigo.
Ella permaneció en silencio. El eco de lo ocurrido la noche anterior seguía golpeando su mente. La cercanía, el intento de beso, la incomodidad. Había intentado olvidarlo bajo el agua de la ducha, pero ahí estaba de nuevo, recordándoselo.
—Quiero pedirte disculpas —dijo Henry con sinceridad—. Me comporté como un idiota anoche. No debí hacerlo. No debí acercarme a ti de es