El sol se colaba apenas entre las cortinas, pintando la habitación con tonos dorados que se reflejaban sobre la piel de Leah. Estaba sentada en la orilla de la cama, con los dedos entrelazados, los pensamientos girando sin cesar en su mente. Kevin permanecía de pie frente a ella, la mirada fija, los labios tensos, como si quisiera encontrar las palabras precisas que llevaran consuelo y claridad al caos que aún habitaba en el corazón de Leah.
El silencio entre ambos era pesado, pero no incómodo. Era el tipo de silencio que precede a una tormenta y que, al mismo tiempo, anuncia que la calma está a punto de llegar. Kevin dio un paso hacia ella, y Leah no lo esquivó. Nunca lo había hecho. No ahora. No desde que aquellos días en la playa habían comenzado a desarmar las murallas de ambos.
—Leah… —comenzó Kevin, su voz baja, grave, cargada de una fuerza contenida—. Quiero que escuches algo que no te he dicho con claridad antes. Y es momentos de aclarar y que no queden dudas.
Ella levantó la