La noche en Moscú era un monstruo vivo. El aire helado cortaba como cuchillas, cargado del olor a humo de incendios distantes, basura acumulada y el dulzón tufo de la sangre vieja.
La nieve sucia, pisoteada y mezclada con escombros, crujía bajo las pesadas ruedas de los vehículos blindados que avanzaban como bestias de acero por las calles desiertas. Gianni iba al frente, en el primer blindado, su perfil recortado contra el parabrisas reforzado, iluminado solo por los faros antiniebla que cortaban la oscuridad como sables.
A su lado, Ivanka, un espectro de cuero negro y ojos azules helados, observaba el paisaje de su ciudad natal devorada por el caos. Detrás, los hombres de Serguéi y los lobos napolitanos con Lucas Santorino al frente, una sombra letal de motores rugientes y fusiles asomando por las troneras.
No tardaron en encontrar resistencia. Un puesto de control improvisado con chatarra ardiendo y neumáticos bloqueaba una intersección clave. Figuras encapuchadas de la "Marea Roj